Alfredo Pérez Rubalcaba tenía fama de ser maquiavélico. Todas sus iniciativas se leían como movimientos de ficha a medio o largo plazo, que en algún momento surtirían un efecto que le beneficiaría. El control de claves internas en los tiempos más oscuros de Felipe González, la vuelta a la primera línea años después con José Luis Rodríguez Zapatero entre acusaciones del PP de haber urdido las movilizaciones ante sus sedes el 13-M y, finalmente, la toma efectiva de las riendas del PSOE le otorgaban un aura de excelso conspirador de laboratorio propia de su título de doctor en Química Orgánica. Su gestualidad, sus movimientos de brazos y manos, hacían recordar a cualquier Dr. No o Gárgamel, a medio camino entre temible y amable. Pero luego, cuando le tocó encabezar la candidatura para presidente del Gobierno, se dio un batacazo político, lo que con lenguaje del profesor Pablo Iglesias se define gráficamente como «una hostia de proporciones bíblicas». Rubalcaba logró 110 escaños que entonces era el peor resultado electoral del PSOE desde 1977. Así que volvió a la Universidad pero se dice que desde la sombra inspiró durante un tiempo a Pedro Sánchez. El resultado está siendo claro.
La pregunta es si con Podemos no está ocurriendo algo similar. Tienen fama de dominar la comunicación –lo que es innegable– y han logrado enorme apoyo electoral, pero han fracasado en cada una de sus estrategias negociadoras. Se equivocaron en cómo afrontar la composición de la Mesa del Congreso en enero, no está claro que acertaran durante las negociaciones para la no formación del gobierno y hay analistas que sostienen que entre el lunes y ayer hicieron el ridículo con la jugada de intentar que otros apoyaran a Xavier Domènech por la cara. Podemos tiene a su favor que puede enmendar sus errores. Rubalcaba ya no.