Emir Kusturica parece encontrarse en la difícil encrucijada que soporta todo aquel autor estancado y que no encuentra un nuevo rumbo en el que prolongar su discurso. Tras haber echado el resto en su antológica “Gato negro, gato blanco”–ya ha llovido desde el año 98–, el autor serbio intenta apoyarse en esos ramalazos de la saludable locura que impregnaba su obra y en las que lo fantástico y lo cotidiano, sobre todo en su relectura en clave felliniana de la conducta balcánica, era una auténtica catarsis. Kusturica intenta revisar en su pasado y extraer lo mejor que ha dado pero, la otrora fiereza de su discurso se ha tornado en una melancolía lánguida.
Buen ejemplo de esta situación creativa es esta propuesta claramente diferenciada en dos partes. En la primera topamos con ese reconocible discurso del Kusturica bullicioso y juguetón, ya que mientras atruenan los cañonazos del conflicto que dinamitó los balcanes, el cineasta es capaz de dibujar escenas en las que el esperpento adquiere una dimensión mágica. A medida que avanza la trama, y mientras pierde fuelle ese demoníaco y extraño reloj austro-húngaro armado con manecillas y engranajes afilados, la película se pierde por derroteros místicos que poco o nada ayudan en la resolución de un filme que parece dictado por una brújula errática. Desprovista de esa fiereza inicial, la historia se torna en una interminable huida que coquetea con lo onírico y lo místico y en la que el autor muestra una gran tosquedad. En resumen, prefiero a la salvaje Sloboda Micalovic disparando a diestro y siniestro contra traficantes de menores y mientras baila sobre una mesa, que la lánguida presencia de Monica Bellucci huyendo hacia la nada.
Para colmo de males, el propio Kusturica asume el peso excesivo de un rol protagónico que resuelve mediante un rictus pétreo con el que pretende transmitir la impermeabilidad emocional de quien ha padecido en sus propias carnes el horror de la guerra. Una licencia interesante pero que mantenida a lo largo y ancho de la narración, acaba por lastrar las intenciones que manejaba al comienzo y que se ve agravada por la inserción de secuencias un tanto caprichosas en las que asoma un toque fantástico resuelto con una tosquedad casi infantil y que tiene en la secuencia de Bellucci vestida cual princesa Disney por pajaritos de colores uno de sus momentos más preocupantes.
Teniendo presente que el autor de obras como “El tiempo de los gitanos” no ha querido más que ampliar el metraje del corto que incluyó en la película coral “Words with Gods”, nos queda la duda de saber cuáles serán las futuras intenciones de este autor necesitado de nuevos vientos inspiradores que inviten al espectador a adentrarse en un universo que siempre se intuye interesante, sobre todo cuando está presidido por el hechizo gitano y lo imprevisible acapara protagonismo hasta transformarse en una contagiosa locura. Lamentablemente, en la actualidad ni siquiera se escucha el tímido eco de los sonidos que nos legó Goran Bregovic, ahora todo está en manos de la familia Kusturica.