Estoy seguro de que aquella noche de celebración futbolera del 5 de abril de 2012 nadie quería matar a Iñigo Cabacas, pero Iñigo Cabacas está muerto. Un pelotazo de la Ertzaintza se llevó su vida y a la vez las de Manu y Fina, su padre y su madre, que desde hace cinco años solo sobreviven para intentar que se haga justicia a su hijo.
¿Quien mató a Iñigo Cabacas?
La respuesta directa es que el ertzaina que disparó la pelota que le rompió la cabeza. Ahí es precisamente donde se ha frenado la instrucción dirigida por la jueza Ana Torres, con el aval de sus instancias superiores. Es una visión castrante, que conduce a la impotencia y no a que se haga justicia. Los tribunales saben, lo sabemos todos, que con varios ertzainas disparando a la vez desde un mismo ángulo es improbable, por no decir imposible, determinar quién fue el autor del pelotazo exacto que mató a una persona (¿hay que repetir lo de que mató a una persona?) porque por mucho indicios e informes periciales que se acumulen, nunca habrá la certeza del cien por cien necesaria para condenar a un policía en concreto.
Lo que sí es demostrable es que, como sostiene la acusación particular de la familia, todos los que dispararon y quienes se lo ordenaron crearon una situación de riesgo –que además se provocó, como de costumbre, saltándose los protocolos y el sentido común– al montar una ensalada de pelotazos contra un callejón lleno de gente que no hacía otra cosa que festejar una victoria europea del Athletic.
Y aunque se consiguiera dar con la identidad demostrada del agente que hizo el disparo mortal, ¿de verdad que se le podría culpar solo a él de la muerte de Iñigo Cabacas? ¿Solo él le mató? La jueza instructora y sus superiores, al admitir la imputación de tres mandos que estaban sobre el terreno y no dispararon, nos llevan a pensar que hay un abanico más amplio de culpables.
Y ahí es donde llega la cuestión que tiene perpleja a toda persona que sigue este caso: ¿Cómo puede ser que no esté imputado quien una y otra vez insistió en que se cargara contra la gente que había en ese callejón, con la fijación de que uno de los bares de la zona era la herriko? ¿Cómo puede decirse que «Ugarteko» solo «coordina los recursos que acuden a cada actuación», y «que es el responsable en la calle a quien le corresponde adoptar las decisiones oportunas para gestionar cada situación», cuando todos hemos escuchado el tono imperativo con el que se ordena al «responsable de calle» que «entran con todo» y antes se han dado ya otras órdenes de disparar?
Pero este caso saca a relucir otras preguntas cuyas consecuencias primero procesales y después políticas tampoco son menores. ¿De verdad tenemos que creer que la comisaría de Deustua era un caos en el que, contrariamente a lo reglamentado, no se llevaba control alguno de a quién se le entregaban escopetas y pelotas, y tampoco se hacía inventario a la vuelta; o tenemos derecho a sospechar que la limpieza de las armas y la reposición de las pelotas fue un ejercicio de encubrimiento corporativo, como la posterior «ley del silencio» que asumieron la mayoría de los agentes? ¿Tampoco nadie tiene la responsabilidad procesal de esto?
Y tanto si aquello era la «Casa de Tócame Roque» como si en realidad lo sucedido forma parte de un intento de entorpecer la investigación, ¿cómo es posible que el máximo mando de la comisaría, Jorge Aldekoa, haya sido elevado después a jefe supremo de la Ertzaintza? ¿La consejera Estefanía Beltrán de Heredia premia el incumplimiento de las instrucciones internas sobre el control de las armas o la autodefensa (ilegal) corporativa?
¿Se ha convertido también la Ertzaintza en «un estado dentro del estado» como se dice que son todas las fuerzas de seguridad e inteligencia? Quizá Rodolfo Ares tenga una respuesta para eso. ¿Quién le habló de que había agresores con porras extensibles inexistentes? ¿Por qué fantaseó en sus primeras versiones, al tiempo de que acusaba en el Parlamento de mentir a quienes decían la verdad?
¿Quién mató a Iñigo Cabacas? Parece evidente que hay una serie de responsabilidades en cascada, pero me temo –ojalá me equivoque– que como dice el refrán «entre todos lo mataron...» y responderán los tribunales que «él solo se murió».