Una de las palabras más repetidas estas semanas en Catalunya es incertesa. En castellano, incertidumbre, preocupación, inquietud. Sería estúpido negar que el momento genera incertesa en la gente y más aún en los bolsillos; el dinero huele el miedo y de ahí expresiones como «pánico bursátil». Tras lo del sábado, ese miedo no ha cambiado de bando, sigue instalado en los dos bloques en conflicto, pero el caos sí se ha movido. Hasta ahora había sido fácil para el establishment imputar el traslado de empresas y otros factores a la cuenta de resultados del bando indepe: el caos es la independencia y eso se nota incluso sin que se proclame, han dicho. Pero la apuesta española por este 155 extremo cambia este paradigma: no cabe más inestabilidad que no saber siquiera quién o qué gobierna, cómo se cobran las facturas, a quién obedece la Policía...
Es por ello que Rajoy pidió el sábado a las empresas catalanas que no se vayan –sí, es el mismo que el 6 de octubre, casi ayer, aprobó un decreto para favorecer esa fuga–. Es por ello también que el Ministerio del Interior destacó ayer «el buen hacer de los Mossos frente al crimen organizado»; ¿alguien imagina una respuesta eficaz desde un cuartel de Madrid a un atentado yihadista como los de agosto en Barcelona y Cambrils? Y ¿cómo no va a provocar zozobra que el PP que convirtió en pozo de escándalos la tele de Madrid, cerró la valenciana y ha reducido la española a un NoDo moderno tome la riendas de TV3? Tampoco da estabilidad precisamente que se amenace con descaro a cualquier responsable o funcionario que no cumpla órdenes dictadas a 600 kilómetros.
La preocupación por el escenario de encrucijada es común a todos, lógico, pero la incertesa de la independencia no resulta hoy mayor que la de esta dependencia imposible siquiera de gestionar. Y no habría que olvidar ni un minuto que todo este caos lo hubiera evitado un referéndum pactado, el mismo que hizo y sigue haciendo de Escocia o Quebec sociedades estables, maduras, conciliadas, mejores.