Julio Flor
Entrevista
Antonio Álvarez Solís
Escritor y periodista

«Mis 88 años están llenos de infancia»

A sus 88 años, el periodista Antonio Álvarez Solís ha dejado su piso en Madrid y se ha ido a vivir con su esposa a una casita de un pueblo, donde puede salir al jardín, porque si la cabeza vuela alto, los pies van muy poco a poco. Eso sí, su sentido del humor va como la seda. En la nueva casa de alquiler su voz suena ufana y, si se me permite, feliz. A su manera, es un gorrión cantando. Un gorrión libre. Con una vida de novela. Más que de una entrevista, estas líneas recogen una amena conversación entre amigos sobre la felicidad.

«Dejadme ser feliz», pidió Pablo Neruda. Es un deseo muy humano.

Es una petición muy respetable, pero en Neruda esa frase a mí me suena a ‘no me impliquéis en cosas, dejadme ir a Isla Negra, o dejadme estar en París’. Es una petición de alejamiento de los demás. Que le dejen un poco ser él mismo sin interferencias. A Neruda hay que respetarlo por su calidad poética.

Me estás diciendo que entiendes la felicidad de otra manera.

A mí la felicidad no es que me dejen ser feliz. No. Tienes que ser feliz en los demás, porque es la forma en que yo tengo felicidad. No es un principio egoísta.

En su «Oda al día feliz» Neruda habla de la felicidad «por los cuatro costados». ¿Tú has sido, en según qué momentos de tu vida, feliz por los cuatro costados?

Soy una persona que no estuve rodeado de amor en la infancia. Mi madre era un señora con sangre alemana… y no recuerdo que de pequeñito me metiera en la cama con ella, o me diese un beso, o un abrazo. El recuerdo imborrable que tengo es que mis padres tenían cada uno su habitación. Mi madre tenía un vestidor donde yo nunca entré, hasta que un día dejó la puerta entreabierta y sí, ese día me colé. Entonces tendría 4 años. Lo recuerdo perfectamente. Vi a una señora muy guapa y recuerdo que llevaba lo que ahora sé que era una combinación de color hueso con unos encajes más oscuros. Estaba maquillándose. Ella me entrevió y me dijo: ‘Antoñito, ¿qué quieres?’. Tocó una campanilla y acudió mi ‘verdadera madre’ que era Úrsula, una señora gorda y analfabeta.

Una señora encantadora, al parecer. ¿Una empleada de tu madre?

Sí. Úrsula fingía saber leer, y hacía como que me leía cuentos. Llevaba un traje negro muy correcto hasta los pies. Era encantadora.

¿Te vas a la infancia porque esa época condiciona todo lo que venga después? ¿Y porque entiendes que en esa época se puede ser feliz por los cuatro costados?

Lo que quiero decirte exactamente es que eso marca para toda la vida. Por eso, para mí el cariño hacia los perros, hacia los pájaros, a todo lo que vive es profundo, porque es lo que yo no tuve.

Y después, en tu juventud, en tu madurez, siendo padre con tus hijos…

Por la educación que me dieron yo tenía mala comunicación con los demás. O sea, fíjate que a los 4 años me di cuenta que mi querida Úrsula me contaba aquellos cuentos –como si los leyera de un libro– y yo apoyaba mi cabeza en su vestido que, por el tacto, con el tiempo supe que era de seda. Tenía 4 años, yo ya sabía leer desde los 3, y me di cuenta que ella no me los estaba leyendo. Así fue como empecé a leerle yo a Úrsula los cuentos.

Tener a Úrsula fue una gran fortuna, sin duda.

Mientras la tuve en la casa de Zaragoza de ama de llaves, sí que llevaba toda la casa. Su hijo había tenido un accidente –era el botones del periódico que dirigía mi padre–, y para que no tuviera que trabajar, mi padre también se lo trajo a casa de auxiliar de su madre.

Tienes 88 años, que dan para mucho. ¿Has sido luego feliz por los cuatro costados en alguna etapa de tu vida?

Pero mis 88 años están llenos de infancia. Eso es el origen de que siempre me refugiara –y ahora lo veo claro– en un silencio llamemos religioso. El verano que nació mi hermano, cuando yo ya tenía 5 años, me enviaron a Mieres, en Asturias, donde me quedé aislado por la Guerra Civil en la casona de la abuela Emilia. Siempre estuve muy callado. Siempre fui muy respetuoso. Date cuenta que cuando era pequeño, con 7 años, y venía una señora a casa, muy española, y me daba besitos en la frente, ‘ay, qué niño tan guapo!’, yo me cuadraba dando un taconazo y le besaba la mano. Mi madre, con sangre alemana; mi padre, de rama inglesa, muy silencioso. Cuando estaba con ellos en el salón, todos leíamos. Yo estaba callado leyendo. ¿Comprendes? No había más comunicación. Fue lo que llamamos una familia fría.

¿Fuiste feliz cuando formaste tu propia familia, con tus hijas e hijos?

No. Ya verás. Un día me di cuenta que yo solo buscaba que me quisiesen. Siempre tuve amores, y siempre me casé, pero todo eso era sobre todo una petición secreta que yo no sabía expresar. Por ejemplo, nunca he sabido besar. No tuve besos de mi madre. Por lo tanto, algunas parejas mías se reían al decirme ‘es que no te apañas’. No había manera. Y siempre hacía chistes del beso. Lo que yo quería es que me quisiesen.

Se puede ser feliz de muchas maneras. ¿O solo se puede ser feliz de verdad con los afectos, con el amor?

Se puede ser de muchas maneras en muchas épocas, pero la felicidad es un valor absoluto. Se puede disfrutar leyendo, o escribiendo, o con el periodismo. Pero date cuenta que a mis 4 años me traían un cuadernillo de dieciséis páginas con “Tarzán de los Monos”. ¿Comprendes? Cada cuadernillo valía 50 céntimos. Y ya me aislaba y leía. Jugaba solo. Así que tuve una infancia, no sé…

Lo estás llevando todo a la infancia.

Es que sin la infancia no podré explicar mi vida. La sensación de los recuerdos es muy importante. Por eso tengo esa capacidad de recuerdo, que los amigos tanto me decís que recuerdo muy bien las cosas. Recuerdo que, con 14 años, un día dije en casa aquello de: ‘Mamá, tengo la sensación de ser alienígena’.

¿La sigues teniendo?

Sigo teniendo hoy, con 88 años, esa rara sensación. Es la que me ha mantenido en el cristianismo sin saberlo yo.

En la «Oda al Día Feliz», Neruda dice: «Andando, durmiendo, leyendo, escribiendo soy feliz».

Por eso su gran poema es el de los Andes. La soledad. Neruda es un hombre muy aislado dentro de sí mismo, un hombre que se inventa Isla Negra y vive allí.

¿Cuál ha sido la época más feliz de tu vida?

Quizá la época tras la muerte de mi padre, cuando inmediatamente me fui de casa, dejando colgadas tres asignaturas de Derecho, que nunca terminé…

Antonio (bromeo), a ti no te pasó lo del master de Cifuentes.

No, no. Verás, me dije que Derecho ya lo terminaría algún día, más adelante. Pero luego tuve que trabajar mucho. Me fui a Madrid a buscar trabajo. Pero me rechazaron. El que mi padre hubiera sido un hombre muy justo me cerró muchas puertas. Porque para levantar “La Voz de Galicia” tuvo que cargarse a administradores desleales.

En “ABC” había un redactor político que era muy veterano, que había sido amigo de mi padre. Un día que me encontré con él me dio una carta de recomendación para el Gobernador Civil de Barcelona, el general Acedo, que me dijo: ‘En este Gobierno Civil solo hay dos republicanos, usted y yo, pero yo le debo lealtad personal al Jefe del Estado, y usted no’.

Voy a la búsqueda de tu época más feliz, Antonio, porque esa del Gobierno Civil no sería la más feliz.

Aquella fue una época disparatada. La del muchacho que sale de un colegio inglés y se encuentra metido en un cabaret. A mi barrio se le llamaba el Barrio Chino Perfumado.

Estás hablando de Barcelona, claro.

Contra lo que dice mi biografía en Google o en internet, yo no fui el secretario del Gobernador, ni muchísimo menos. Fui sencillamente un auxiliar de secretaría para Protección Social. Mi misión era leer todas la cartas.

Tú nunca fuiste franquista, ni en aquella época, como da a entender Google.

¡No, hombre! ¡Por Dios! Mi padre me transmitió una dureza antifranquista muy importante. Su ilusión es que me fuese a vivir a Inglaterra para estudiar Economía. Total, una de las épocas más felices fueron los casi dos años de vida de los republicanos en casa de mi abuela, en Mieres, en la zona republicana.

Volvemos entonces a la infancia de Asturias.

Claro, Julio. Porque el titular de todo esto es mi vida. En Barcelona fui al Barrio Chino Perfumado, viví en un sobreático, en un barrio donde estaban todas la compañías de teatro, los espías de De Gaulle, de Petain, los espías anti Petain, los negociantes de diamantes, todas las compañías musicales de revista…

¿En ese ambiente, ya no serías un chico de pocas palabras?

Pues mira, solo comía cuando me invitaban, quiero decir cuando el Gobierno Civil me enviaba a mí, porque no quería ir ningún secretario, a algún pueblo donde el alcalde cumplía diez años en el cargo. Y si no, comía en un tinglado del puerto donde comían los cargadores del muelle. Siempre lo mismo, un plato de judías con un embutido. Yo estaba muy delgado, muy delgado.

El Barrio Chino Perfumado huele a cierta felicidad.

Pues mira, había un bar donde el dueño siempre me invitaba a un café con leche y un cruasán de la época. Y entonces todas aquellas chicas raras que había por allí hablaban de mí: ‘¿Qué hace este chico tan solo y tan guapo?’, porque por lo visto yo de joven era guapo. ‘¡Qué solo está el chico!’.

Hemos estado juntos en Euskadi al menos en siete ocasiones, sin separarnos durante días salvo para dormir. Allí siempre te he sentido feliz, sin medias tintas.

Sí, bueno. Yo llegué a Euskadi –¿vaya salto en mi vida, no?– y recuerdo haber pasado por una terraza, en la Gran Vía de Bilbao, donde se levantaron dos señoras para darme un beso. Dos señoras de aquellas de la Gran Vía de Bilbao. O en otro sitio salían a mi encuentro los curas de la revista “Eliza 2000” a rodearme para hablar de teología y política.

¿Qué te llamó la atención de los vascos?

Su capacidad para ser libres. Porque no es la misma capacidad de los catalanes. Los vascos son un conjunto de cooperativas: cooperativas para la amistad, para jugar al mus, para las peñas futbolísticas, para comer y cenar, cooperativas para el amor. Eso me encantaba, porque siempre creí que la libertad del ser humano era muy pequeña en sitios muy pequeños y muy recoletos.

¿Has sido feliz como padre?

No. Porque yo tuve un infortunio tremendo ya que, en mi afán de que me quieran, fastidio a mucha gente… En el Gobierno Civil yo me contagié de tuberculosis, y me mandaron tres semanas a descansar a Gerona, en la Costa Brava. En aquel hotel había familias de rango. Allí conocí a mi primera esposa, Margarita, que había perdido a su madre. Era de una familia muy conocida de Salamanca. Ella sabía griego clásico, sabía latín, también hablaba alemán y francés perfectamente. Me acabé casando con ella rápidamente en una iglesia muy antigua en el Barrio Chino Perfumado, en ese barrio de Barcelona.

¿Qué pasó en tu afán porque te quieran?

Yo soy un hombre muy débil en mis relaciones. Tengo miedo siempre a ofender y siempre digo que sí a todo. De Barcelona nos fuimos a Sitges, mi gran equivocación. Yo entonces trabajaba en “La Vanguardia”. Estando en Barcelona entraba a las cuatro de la tarde y salía a las cuatro de la madrugada, con media hora para cenar. O sea, no podía ver a mis hijos. Dormía hasta las doce del mediodía, cuando los niños ya estaban en el colegio. Pero en Sitges, tenía que coger un tren para ir a Barcelona y otro para volver a las doce de la noche. Mi mujer no me dejó reunir las amistades en casa... Así que me iba a cenar con los amigos, sin ella.

¡Cómo se lía la vida, Antonio!

Sí. En una de aquellas cenas conocí a una mujer muy guapa, que era la baronesa de Segur, casada con el barón de Segur, aunque cada uno iba a su aire. Nos conocimos en la barra de un bar de Sitges. Ella estaba en un extremo y yo, en el otro. Se llamaba Concha y era pequeña y preciosa. Y, de repente, esa chica, mirándome, empezó a cantar con una voz profunda. Me dijo que le di la impresión de que era un hombre que no podía doblarme nadie.

La veo venir, Antonio, la felicidad. Perdona, pero la veo venir.

Siempre he sido muy leal, hasta con los amores más raros. Soy un monógamo por definición. He tenido cuatro matrimonios, pero nunca estuve con dos mujeres a la vez. Dices que ves venir la felicidad. Pues un día estaba en un apartamento que tenía en la zona noble de Barcelona, alquilado por la revista “Interviú”, aunque lo pagaba yo… Y un día sonó el timbre y era Concha, quien venía seguida de un chófer uniformado y cinco maletas. ‘¿Qué haces aquí?’, le pregunté. ‘Vengo a quedarme contigo’. Al parecer, se había separado de su marido por las buenas. Y empezamos a vivir juntos. Ese fue el gran ‘boom’ de mi vida.

Esa fue tu Felicidad con mayúsculas, quieres decir. ¿Cuánto duró?

Doce años y medio. Esa fue mi época más feliz. Esa fue. Entonces compré una casa que había sido un almacén de tejidos, a la que se subía por una escalerita. Tenía un sola habitación, un cuarto de baño, un gran salón y doscientos metros de terraza y, al fondo acristalado, mi estudio. Aquello se acabó convirtiendo en el centro político de Barcelona. Cuando me separé de Concha, un gran barcelonés me dijo: ‘Antonio, has hecho una canallada, porque ahora vas a destruir una parte de Barcelona’.

Tu vida ofrece argumentos para una novela.

Mira, volviendo al Gobierno Civil, a mí me pagaban tan solo 900 pesetas al mes. Tuve amores disparatados; por ejemplo, con una húngara preciosa que era la amante del jefe del Estado Mayor del Capitán General. Había un bar al que entonces iba mucho, que estaba regentado por dos lesbianas que habían sido profesoras en la Sección Femenina de la Falange. En aquel bar estaba un gran amigo mío, que era comandante de Caballería, uno de los grandes aristócratas de Mallorca, ayudante del General jefe…

Lo estás contando tú, Antonio. Te codeabas con la derechona, con franquistas y aristócratas

Sí, pero no. Por ejemplo: el hombre más importante que me llevaba a los cabarés era un capitán de la Legión.

Antonio, ¡tú con un oficial de la Legión!

Era de la vieja aristocracia catalana, pero no era facha.

No, qué va: era un «novio de la muerte». Y para más inri, un oficial.

Bueno, era legionario porque quiso marcharse de su casa y vivir. Vivir. Era un hombre extraño, pero completamente liberal. Él no quiso permanecer con papa y mamá, ni haciendo reverencias. Se fue a la Legión como se podía haber ido al África negra. No sé qué hizo, pero le dieron una cruz, una medalla. Y como el general no sabía dónde ponérsela, la cogió él y se la prendió de la piel del pecho.

Anda que… y luego Almodóvar hablaba de la movida madrileña, sin conocer todo lo que había estado pasando en Barcelona.

Entonces Madrid no existía. La movida era en Barcelona. Allí estaban los laboristas, los liberales, los borrachos, las grandes actrices europeas, en un ambiente de bisexuales, muy libre, con grandes cantantes catalanes, con músicos, con grupos de teatro…

Neruda en su sencillez dice «soy feliz porque tú respiras, y porque yo respiro». Estar vivo, sentirse muy vivo puede ser una felicidad

Participo de eso. Mi vida es el otro, sea quien sea. Hay que tener a mano al otro de verdad. Pero lo que quiero decirte de aquella época del Gobierno Civil en Barcelona es que me sucedió como a aquella Virgen que ‘pasó sin mancharse ni romperse por el lodazal’. Yo era eso.

¿Te ha traído felicidad tu vida política?

Sí, porque noté que estaba sirviendo a muchas cosas. Yo fui el íntimo amigo de Marcelino Camacho. Fui el enlace entre aquellas Comisiones Obreras y la izquierda comunista de Comín. Y en la Barcelona franquista tuve una de las visitas más importantes de mi vida: el secretario general del Partido Comunista catalán, el PSUC, que entró clandestinamente, jugándose la vida, para tomar contacto. Nos recibió a tres personas, una de ellas a mí. Y volvió a marcharse al exilio después.

Hoy, a tus 88 años, escribiendo en el periódico GARA, ¿eres feliz?

Escribiendo mis artículos, lo soy. Antes en “Egin” y ahora en GARA. Soy feliz. Y muy libre.

¿La huelga de mujeres del 8 de marzo te ha dado razones para la alegría?

Siempre les dije con gran respeto a las feministas que la calle es donde se hace la política, no en las instituciones. Las instituciones siguen siendo franquistas y hay que estar en la calle. Siempre he tenido buenos contactos con el feminismo, por eso rechacé a las ‘feministas’ que creen que por desnudarse o poner una teta en un Cristo se trabaja por la igualdad. No, no, se trabaja estando en la calle, inquietando y moviendo al poder.

Los pensionistas, por fin, también en las calles.

Llevo más de doscientos artículos escribiendo a favor de las movilizaciones.

Tu querida Concha te dijo que a ti no te iban a doblar nunca.

Nunca me han doblado. Ni tan siquiera un capitán general en la capitanía general de Catalunya, en pleno franquismo, a quien le dije: ‘Puede usted hacer conmigo lo que quiera, pero hágalo pronto, porque mañana cruzo la frontera y, en París, reúno a los periodistas’. Y el tío se lo tragó y no dijo nada. No me doblaron nunca, ni cuando estaba en el Gobierno Civil siendo un chichinelo, ni en el periódico “La Vanguardia” de redactor jefe, cuando me reunía con elementos del comité central del Partido Comunista. Tanto es así que luego he sabido que tenía un archivo en la policía de mil pares de cojones, pero bueno.

Muchas de las cosas que me contestas vienen detrás de una sonrisa.

Yo sonrío cuando me emociono, es una forma de irme. Si Neruda tenía sus escapatorias, yo también tengo derecho a las mías. ¿Comprendes?