Hirokazu Kore-eda es el cineasta japonés más querido por el público cinéfilo después de Akira Kurosawa, lo que no sucede lo mismo con la crítica, que prefiere a Yasujiro Ozu. Y aquí pasa algo extraño, porque existe una gran unanimidad al reconocer que Kore-eda es en cierta forma continuador de la obra del maestro Ozu. Sin embargo, se empeñan en diseccionar su filmografía como si se tratara de turrón en el escaparate de una pastelería, distinguiendo entre películas blandas y duras. De las primeras serían ‘Kiseki’ (2011) o ‘De tal padre, tal hijo’ (2013); de las segundas pongamos ‘Nadie sabe’ (2004) o la reciente ‘Un asunto de familia’ (2018). Y uno, que tiene todavía buena dentadura, devora todo cuanto propone el familiar autor distribuido por Golem con igual fruición, que si hay que reír se ríe, y si hay que echar la lagrimita pues a sacar los pañuelos, que todo es disfrutar del espectáculo intimista.
No se termina de comprender que Kore-eda es un cineasta de la emoción viva, y que sus películas no son para acomplejados que presumen de impasibles. Cuál no será su talento cinematográfico que ha sobrevivido durante todos estos años a los festivales occidentales y su superioridad intelectual, siendo habitual de Cannes y no digamos de Donostia, adonde acude por décima vez. Ahora viene con la Palma de Oro del festival de Cannes debajo del brazo, obtenida gracias a ‘Un asunto de familia’ (2018), que viene a ser un compendio ideal para ir sacando conclusiones sobre sus reflexiones y experiencias en torno a las relaciones familiares, que de un modo tan personal y sereno supo abordar en ‘Still Walking’ (2008).
Ignoro qué será del japonés festivalero en su nueva etapa europea que inaugura con ‘La vérité’ (2019), aunque nadie está tan loco como para renunciar a la oportunidad de dirigir en una misma película a Juliette Binoche, Catherine Deneuve, Ludivine Sagnier y Ethan Hawke. Tal vez nos descubra cosas que la población del viejo continente no hemos sabido ver, si bien la supuesta mirada extranjera cada vez pierde más margen de sorpresa por culpa de la dichosa globalización. Al menos ya no le podrán comparar tanto con Ozu, ni tampoco acusarle de ser demasiado fiel al melodramatismo oriental de sabor agridulce tirando a azucarado.