Beñat ZALDUA

«¿Dónde están las putas urnas?»

Por muchos golpes que recibiese el 1-O, todos sabían que si las urnas llegaban a su cita el referéndum sobreviviría. Un operativo clandestino con centenares de personas implicadas lo hizo posible pese a tener en frente un Estado que activó todos sus resortes. Una historia increíble que condensa lo mejor del intenso otoño catalán de hace un año.

Hace exactamente un año, el 30 de setiembre de 2017, Oriol Junqueras, Jordi Turull y Raül Romeva, hoy encarcelados, acabaron la última rueda de prensa previa al 1-O pidiendo a los periodistas presentes que esperasen un poco. «Os queremos enseñar una cosa». Salieron del escenario y unos segundos después, en silencio, apareció una persona con una caja blanca con el símbolo de la Generalitat estampado y una ranura en la parte superior.

Era una de las 6.500 urnas que 10.000 policías españoles y guardias civiles, con todas las herramientas de un Estado a su disposición, habían sido incapaces de encontrar. Incautaron millones de papeletas, interrumpieron el reparto de las notificaciones de mesa, cerraron más de 140 páginas web, detuvieron a una quincena de personas, citaron a declarar a 700 alcaldes y hasta requisaron unos envases para yogures pensando que podrían ser urnas desmontadas. Pero las urnas del 1-O ni las olieron. El mismo día del referéndum, en un colegio de Sabadell, un agente antidisturbios condensó en una frase la frustración acumulada: «¿Dónde están las putas urnas? ¡Hostia!».

La historia de cómo se consiguió que los receptáculos estuviesen en su lugar burlando los servicios de inteligencia y seguridad de todo un Estado, narrada con todo detalle por los periodistas del diario “Ara” Laia Vicens y Xavi Tedó en el libro “Operació Urnes”, es la historia de un éxito colectivo inapelable. Un fracaso estatal que Madrid no está dispuesto a perdonar. Una épica victoria que los sucesos posteriores han dejado en segundo plano, pero que contiene todos los elementos para convertir el 1-O en una fecha fundacional. Ante la confusión actual, marcada por la represión y la pugna entre partidos independentistas, conviene regresar una y otra vez a esas cajas de plástico con el escudo de la Generalitat que consiguieron burlar la vigilancia de todo un Estado. Su historia es el antídoto contra el derrotismo, porque la victoria del referéndum no fueron tanto los 2,2 millones de votos por la independencia –que son una barbaridad pero no han resultado ser suficientes para dar el salto definitivo–, sino las 6.500 urnas que llegaron diligentemente a su sitio para ridículo del Estado. Su historia empieza en China, pasa por Catalunya Nord y acaba en cada uno de los colegios electorales del 1-O.

25 días y 9.600 kilómetros

Es una historia clandestina –digna de traficantes de armas, con la diferencia de que el cargamento está compuesto de urnas y bridas– que corre en paralelo al desarrollo público de los acontecimientos. A finales de junio de 2017, después de que la Guardia Civil registrase las empresas que se presentaron al concurso público de la Generalitat para comprar las urnas y de que la Fiscalía se querellase contra la consellera de Governació, Meritxell Borràs, el concurso quedó desierto. En Madrid pensaron que sería fácil frenar el 1-O. «No os preocupéis, habrá urnas», aseguró Puigdemont.

Lo cierto es que para entonces las urnas ya estaban compradas. La factura de cerca de 100.000 euros la pagó una persona a quien Vicens y Tedó identifican como Lluís. Él lo coordina todo junto a otras dos personas para que las 10.000 urnas de plástico –se descartan las de metacrilato por costes y transportabilidad– compradas a la empresa china Smart Dragon Ballot Expert recorran en barco los 9.600 kilómetros que van desde el puerto de Guangzhou al de Marsella, pasando por Vietnam, Singapour, Sri Lanka y el canal de Suez. Toda la operación lleva firma francesa, incluida la compra, que se hace a través de una empresa del Hexágono.

Para finales de julio las urnas están ya en Marsella. Las autoridades preguntan sobre las 10.000 cajas que llegan en tres contenedores. «Son para hacer el castillo de plástico más grande del mundo en homenaje a una colla castellera», responde Marc, una de las dos personas que ayudan a Lluís en todo el operativo. El 7 de agosto tres camiones transportan el cargamento entero al almacén de Marc, situado en algún lugar de Catalunya Nord. Primer reto conseguido.

Silencio y compartimentación

La segunda parte de la historia empieza en agosto. Para Lluís era vital trasladar las urnas al sur de los Pirineos durante el verano, antes de que el Estado se pusiese las pilas. Entran en el organigrama ocho coordinadores que se encargan de trasladar en varios viajes 6.500 urnas a ocho almacenes repartidos en todo el territorio. En esos traslados hay dos sustos en sendos controles, uno con la Gendarmería y otro con la Policía española, pero la caza de la urna todavía no ha empezado y los agentes apenas reparan en un montón de cajas apiladas.

Sin embargo, los atentados del 17 de agosto trastocan todo el plan. La frontera se llena de controles a ambos lados y el operativo se suspende durante dos semanas. Los organizadores sufren, no saben si será posible seguir pasando urnas durante el mes de setiembre. Se organizan expediciones compuestas por tres o cuatro coches: el primero cruza la frontera y, si no hay aviso, el resto pasa con todo el cargamento. El cruce de frontera se hace con gente de confianza, pero una vez en el sur el cargamento queda en manos de los coordinadores. Solo ellos saben dónde se esconden las urnas.

El secretismo, el silencio, el no hacer preguntas y la compartimentación son elementos clave en todo el proceso, que recuerda, con todas las distancias pero de forma inevitable, al de los artesanos de la paz y el desarme de ETA. En este mundo al revés, tanto entregar armas como comprar urnas se convierten en actividades clandestinas, solo posibles gracias al compromiso, la complicidad y la autoorganización popular. En el libro reseñado, uno de los voluntarios explica que una de las entregas de urnas es vista inesperadamente por un vecino desde una ventana. Se encienden todas las alarmas, la operación puede estar en riesgo. El vecino se lleva el dedo índice a la boca en señal de silencio y sonríe.

En setiembre empiezan las cábalas sobre dónde estarán las urnas. Desde el Estado se especula con sótanos de embajadas y consulados –llegan a preguntar a los embajadores de países bálticos– y con la sede de la delegación de la Generalitat en Bruselas. No pueden ir más perdidos. Días antes de la Diada se realiza el último cruce de frontera. Para el 11 de setiembre todas las urnas necesarias para el 1-O están en ocho almacenes, a menos de 100 kilómetros de sus respectivos colegios electorales. El paso intermedio al reparto final de las urnas es el traslado de los receptáculos de los ocho grandes almacenes a cuarenta más pequeños. De ahí serán repartidos a los responsables de cada colegio electoral solo tres días antes del 1-O. Con toda la cautela, pues la hiperactividad de la Policía española y la Guardia Civil es intensa en las horas previas, los voluntarios esconden las urnas en los lugares más insospechados, muchas veces sin que sus propios familiares lo sepan. De forma paralela, la incautación de millones de papeletas obliga a poner en marcha una operación improvisada que lleva a centenares de pequeños impresores a poner en marcha sus máquinas de forma clandestina. Muchas veces de noche y bajo la luz de linternas frontales.

Elna regresa al mapa de la historia

Elna ocupa un lugar mítico en la memoria colectiva catalana. Y no es para menos. En 1939, la enfermera suiza Elisabeth Eidenbenz fundó allí una Maternidad en la que pudieron parir con garantías centenares de madres refugiadas de la Guerra del 36, escapando así del campo de concentración de Argelès. Poco después y hasta su cierre en 1944 a manos de la Gestapo, haría lo propio con madres judías que huían en dirección contraria. Elna constituyó un refugio balsámico en tiempos convulsos.

Casi siete décadas después, entre el 29 y 30 de setiembre de 2017, Elna volvió a erigirse en trinchera de dignidad. Después de que la Guardia Civil incautase 10 millones de papeletas, impresores de la localidad de Catalunya Nord produjeron centenares de miles de papeletas para el 1-O. Los accesos al municipio llegaron a colapsarse en las horas previas al referéndum, tanta fue la gente que acudió a Elna para garantizar que todos los colegios electorales tuviesen las papeletas necesarias para el referéndum.

Finalmente, la madrugada del 1-O los «repartidores de sueños», en palabras de David Fernández, llevaron las urnas a los colegios, donde fueron recibidas con aplausos, emoción, lágrimas y piel de gallina. En algunos de ellos fueron incluso atadas con cadenas a las mesas. Dentro de esas urnas estaba el compromiso de todo un pueblo para hacer posible un referéndum en contra de la voluntad, la fuerza y las trampas de todo un Estado, cuyo fracaso fue incuestionable. Hubo urnas, hubo referéndum.