Dabid LAZKANOITURBURU

A «El vicio del poder» la virtud de no parodiar

Através del recorrido vital y político del que fuera vicepresidente con George W. Bush, Dick Cheney, “El vicio del poder” narra el asalto al poder en EEUU por parte de los neoconservadores.

La película muestra los entresijos de lento pero inexorable asalto neocon, que asoma en los años 60-70,, se infiltra y gana posiciones bajo la presidencia de Reagan, para finalmente hacerse con el poder bajo la presidencia de un Bush hijo a quien Cheney, interpretado magistralmente por Christian Bale (firme candidato al Oscar al mejor actor), arrebata prácticamente todas las prerrogativas presidenciales al calor de los ataques del 11-S.

El film retrata profusamente el cinismo de una casta política que no dudó en presentar como cuestión de seguridad nacional toda una operación bélica de enriquecimiento personal de la mano de las contratas multimillonarias en la guerra de Irak con firmas como Halliburton, que Cheney llegó a presidir. Con todo, el culmen del cinismo está personificado en un Donald Rumsfeld, interpretado por Steve Carrell, y que es quien contrata a un joven y alcohólico Cheney como su «chico de los cafés», pero que acaba siendo finalmente superado por su aventajado alumno.

No hay duda de que el cinismo y la hipocresía es una característica que no solo impregna a los neocons sino que es marca de la casa de la política estadounidense y, por mimetismo, de la de otros tantos países.

Como es evidente que poner el acento en esta cuestión, como hace el director, Adam McKay, es un recurso cinematográfico que hace más accesible, menos político-ideológico, el relato.

El problema, ya no cinematográfico reside en que, a fuerza de presentar el lado más humano, «demasiado humano» si se quiere, de aquellos «viciosos del poder», se corre el riesgo de obviar que ellos respondían también, y responden, a impulsos ideológicos. A una forma de ver el mundo odiosa, pero a la que no solo se la combate parodiándola.