Dabid Lazkanoiturburu

Bouteflika, el antes y el después

La dimisión de Bouteflika evidencia la lucha por el poder en Argelia entre Ejército, servicios secretos y los sectores de la Presidencia. El Ejército marca territorio pero está por ver si los manifestantes asumen un cambio meramente cosmético.

La dimisión anunciada del presidente argelino, Abdelaziz Bouteflika, revela el alcance de la pugna brutal entre los distintos poderes del régimen para sobrevivir a la revuelta popular que, desde el 22 de febrero, saca a la calle a millones de manifestantes en una suerte de segunda vuelta de la inacabada «Primavera argelina» de 1988-89 y que, al calor del desplome de bloque soviético, arrancó con cientos de muertos por la represión y acabó en una promesa de apertura y multipartidismo. Una promesa en clave gatopardista –«cambiar algo para que nada cambie»– que a su vez quedó evidenciada cuando en 1992 el Ejército dio un golpe de Estado para frenar el triunfo electoral de los islamistas del FIS, lo que provocó una guerra civil (1992, 1999) y una guerra sucia, que dejó cientos de miles de muertos.

El sacrificio del hombre que precisamente emergió de aquel marasmo y lideró el proceso de «reconciliación» que acabó con nueve años de guerra y devolvió al país a la «normalidad» ha sido obra precisamente del todopoderoso Ejército argelino.

Los militares, de la mano del general Ahmed Gaid Salah, han dado un puñetazo en la mesa y se han apuntado un tanto en la carrera por intentar sortear la ira popular contra esa «normalidad». Un statu quo que se instaló en el país prácticamente desde que los argelinos lograron hace más de medio siglo doblegar a la metrópoli francesa en la guerra de independencia (1954-1962) y que se consolidó en 1965 tras el Termidor que acabó con la presidencia del histórico líder Ahmed Ben Bella.

La normalidad está constituida desde entonces por un difícil equilibrio de poderes de la tríada conformada por el Ejército Nacional Popular (ANP), los servicios secretos y la Presidencia del país. En este triángulo el histórico Frente de Liberación Nacional (FLN), partido único hasta la reforma de 1989-90, fue condenado casi desde un principio a una posición subalterna, la de aportar su legitimidad histórica por haber liderado la lucha por la independencia.

Esa dinámica de equilibrismos y luchas soterradas por el control del país y el poder ha tenido sus picos a lo largo de la larga y convulsa historia de la Argelia independiente. De tal manera que cada crisis ha tenido su correspondiente repunte en la pugna entre los tres grandes actores del régimen.

El arquitecto de la purga contra Ben Bella, Houari Boumediene (1965-1978) consagró la primacía de su presidencia sobre los polos militar y seguritario.

En la década de los ochenta, e instaurada ya una tríada en la que funcionaba el principio de la mayoría de dos a uno, fueron los militares y los servicios secretos y la seguridad militar (DRS) los que boicoteraron la apuesta de la Presidencia por acabar con el régimen de partido único y apadrinar la creación de formaciones «opositoras» pero a sueldo del sistema.

Ya con el nuevo modelo implantado en los noventa, Bouteflika, ministro de Exteriores entre 1963 y 1979, y defenestrado tras intentar suceder sin éxito a Boumediene, fue llamado a Argel por los militares y los servicios secretos, que al calor de la guerra civil habían condenado al ostracismo al polo presidencial, forzando las destituciones de los presidentes Chadli Benjedid (1979-1992) y Liamine Zeroual (1994-1997).

Bouteflika ya advirtió desde el principio que no se iba a conformar con ser un presidente «tres cuartos» y aprovechó las desavenencias entre los militares y los servicios secretos para consolidar su presidencia.

El ya presidente (27 de abril de 1999–2 de abril de 2019), que no tardó en hacerse llamar «Su excelencia» tras su llegada al Palacio de El Mouradia, selló entonces una alianza personal con el general Gaid Salah, al que convirtió en el número dos del régimen como jefe del Estado Mayor del Ejército. Ello le permitió jubilar a otros altos mandos militares, reforzando el papel del polo presidencial, en detrimento de los servicios secretos, que habían salido reforzados tras diez años de «guerra sucia»

Sin embargo, y paradójicamente, Bouteflika logró el éxito en sus alambicadas maniobras al presentarse como el exdiplomático y garante de que la comunidad internacional no exigiría cuentas a los militares y a la policía política argelina por las desapariciones forzadas y las masacres de civiles durante la conocida como «década negra».

Huelga decir que la «comunidad internacional», sin excepciones, bendijo desde un principio la «solución militar» contra las veleidades islamistas de la mayoría del electorado argelino.

No todo fue un camino de rosas. La nueva Presidencia tejió su propia red clientelar –paralela a la que mantiene el Ejército–, que fue hostigada por los servicios secretos con la redada anticorrupción contra la petrolera Sonatrach en 2010.

Bouteflika aprovechó el ataque yihadista contra el yacimiento gasero de Amenas en 2013 para, en alianza con el Ejército, tomar cumplida revancha y ajustar cuentas con unos servicios secretos a los que se responsabilizó de un fallo de inteligencia que despertó viejos temores. En 2015 llegaría la purga-destitución del general Mohamad Mediéne, alias «Tawfik», jefe durante 25 años de los servicios secretos.

Sin embargo, para aquel entonces Bouteflika, operado de un cáncer de estómago en 2005, ya había sufrido, precisamente a finales de 2013, un ictus que mermó a tal punto sus capacidades que, de ser llamado «Su excelencia», pasó a ser apodado en la calle como «la momia».

Ha sido finalmente la enfermedad y la biología la que ha frustrado los planes «eternos» del presidente Bouteflika y le ha obligado a renunciar oficialmente el pasado martes antes de sufrir la vergüenza de ser destituido. Tanto a él como a su entorno no les quedaba otra salida desde que su otrora aliado, el general Gaid Salah, apretara el cerco con sus advertencias y con la detención y criminalización del entorno empresarial del ya ex presidente, personificado en el dimisionario y detenido jefe de la patronal argelina, Ali Hadad, adalid y beneficiario a la vez de la era Bouteflika.

El Ejército argelino denunció el pasado fin de semana un último intento del clan Bouteflika, liderado por su odiado hermano Said, para sellar un acuerdo con el en su día purgado jefe de los servicios secretos («Tawfik») para recuperar el control de la situación.

No es fácil discernir entre la verdad y la con-fabulación en el peligroso juego de espejos en el que se hunde desde hace decenios la política argelina. Pero la población que sale a la calle no aceptará fácilmente que el que suplante a la «momia» sea a su vez el casi octogenario y conocido como el «soldado en activo más viejo del mundo».

Y tampoco está claro que el general Gaid Salah forme parte del selecto grupo de «decisores (decideurs)», esos mandos en la sombra que en enero de 1992 (de ahí que se les conozca también como janviéristes) decidieron el golpe de Estado que acabó con la «Primavera argelina».

27 años después, los manifestantes reclaman que, por una vez, y desde el logro de la independencia en 1962, el único decisor debe ser el pueblo.