¿Dónde ha quedado la política internacional?
La campaña electoral está a punto de terminar y cada vez se hace más llamativo el vacío que ha habido en cuestiones de política internacional. Lejos quedaron los tiempos en los que todas las formaciones estatales reivindicaban su europeísmo y el orgullo de pertenecer al «club de los países ricos», que situaba al Estado en una posición privilegiada pero que al mismo tiempo conllevaba «ciertas obligaciones» como la de participar en la OTAN. De aquel discurso optimista ya nada se sabe.
Bien es cierto que la Unión Europea no pasa por su mejor momento. La salida de Gran Bretaña ha abierto la puerta a la desafección de otros países; la crisis griega dejó en evidencia lo limitado del modelo democrático de la Unión; el giro hacia la derecha en la mayoría de los países orientales es otro reflejo del fracaso de la integración; la crisis migratoria ha evidenciado que no hay política común más allá del cumplimiento estricto de los recortes en gasto social y el pago de la deuda. Por último, la evidente falta de liderazgo no permite apuntar hacia ningún desarrollo futuro que vaya más allá de «virgencita virgencita, que me quede como estoy». Ante ese panorama, resulta en cierto modo normal que nadie quiera reivindicarse como europeísta.
Otro tanto ocurre con el otro pilar del mundo liberal, su brazo armado; la OTAN. Desde que el Tío Sam decidió que no tenía mayor interés en una alianza que le cuesta mucho dinero y que no le ofrece grandes resortes allí donde ve realmente en peligro su hegemonía, en el sudeste asiático, la Alianza trata de hacerse valer en un enfrentamiento con Rusia bastante teatral y que muchos países europeos consideran además contrario a sus intereses.
Razones para no mentar las cuestiones internacionales no faltan. Sin embargo, en los procesos electorales de otros países sí que han tenido un importante peso. Bien es cierto que se han usado la política internacional como arma arrojadiza contra el adversario político, acusando a los oponentes de tener acuerdos ocultos con potencias exteriores; y a los países extranjeros de injerencias de todo tipo, mucho más creíbles en estos tiempos de algoritmos y redes sociales. Nada de eso se ha utilizado en la campaña del Estado, tal vez por la menguante influencia exterior del Estado español que hace poco creíble que haya algún tipo de influencia exterior. Tampoco han aparecido líderes internacionales a respaldar a uno u otro candidato. Prácticamente, la única mención al resto del mundo es indirecta y está relacionada con la inmigración.
En cualquier caso, el Estado español bastante tiene con intentar mantenerse unido como para plantearse cómo puede influir en el resto del mundo. Tal vez por ello, la cuestión territorial se ha transformado en una suerte de arena internacional para los partidos de obediencia estatal. Los procesos soberanistas han roto de tal manera las costuras del Estado que la política territorial es ya en realidad política exterior. No en vano el último ministro de Exteriores, un hooligan unionista, se ha caracterizado más por su defensa de la unidad de España que por su aportación a la construcción de comunidad internacional.
Para los partidos de obediencia estatal no hay nada más allá de las actuales fronteras del Estado; para catalanes, vascos y demás naciones del Estado, el empuje del domingo debe servir para que lo ya son de hecho sea también de derecho: parte de la comunidad internacional.