Ya sé que, puestos a hablar de ministros de Interior, tocaría hacerlo sobre el recién finado Alfredo Pérez Rubalcaba, a quien los suyos –y los no tan suyos– lloran, dicho sea de paso, como tienen todo el derecho a hacerlo. Faltaría más. Pero el único ministro de Interior del que la hemeroteca me dice algo encomiable –yo era un crío– es Antoni Asunción; no por su obra –fue él quien implementó, como director de Instituciones Penitenciarias, la política de dispersión que sigue hoy poniendo sobre los hombros de los familiares la condena a los presos vascos–, sino por una mera cuestión temporal: Asunción duró en el ministerio menos de seis meses.
Dimitió cuando Roldán se dio a la fuga, aunque dicen que no fue más que la excusa para poner tierra de por medio con lo que denominaba «Villa GAL». Añaden que le daba cosa abrir los cajones de su despacho, heredados de José Luis Corcuera, a su vez sucesor de José Barrionuevo. Asunción murió en 2016 sin que nadie se acordase de él, tras quejarse en una de sus últimas entrevistas de que el PSOE le trató como a un proscrito tras dimitir.
Rubalcaba nunca dimitió. Es más, hizo todo lo que pudo para que nadie lo tuviese que hacer por algo como el terrorismo de Estado. Xabier Arzalluz explicó en su autobiografía que fue el recién fallecido, junto a Txiki Benegas, el que intentó presionar a los jeltzales para que no apoyasen la comisión de investigación sobre los GAL en el Congreso. «Nos vais a hundir en la mierda», se ve que dijo Rubalcaba. Todo esto lo contaba un periodista donostiarra fallecido hace diez años, algunas de cuyas más notables columnas han sido ahora reunidas en el libro “Javier Ortiz, talento y oficio de un periodista” (Akal). No lo dejen pasar, es un antídoto contra derroches de beatería como el de estos días.
Fernando Ónega, que de asuntos de poder sabe un rato, escribió el sábado en “La Vanguardia” que Rubalcaba «tuvo mucho más poder del que se conoce por los cargos que ocupó». Entiendo que lo decía con ánimo laudatorio, pero permítasenos entenderlo a la inversa. Que ser un «hombre de Estado» sea una alabanza lo dice todo; del alabado y del alabador. Pero al menos todos han tenido la decencia de no mezclar demasiado a Rubalcaba con la democracia, una vez constatado –tanto con el GAL como con el proceso catalán– que aquello de «o votos o bombas» no tenía tanto que ver con los votos o las bombas en sí, sino con su procedencia geográfica.