El cohete revienta en Iruñea
Los sanfermines de 2019 ya han comenzado. La calle recoge con un rugido el estallido del cohete con una plaza reivindicativa pese a los enormes filtros policiales.
Por la calle San Gegorio huele a langostino. La muchedumbre se apelotona buscando sombras. Han venido de punta en blanco. Muchos volverán de rosa vino. Sobre todo los más mozos, las más mozas. Y sin que ese criterio tenga una relación demasiado estricta con la edad.
La fuente del olor a marisco es una mesa a media calle. Almuerzan cuatro. Sin prisa. No han dado las once de la mañana. Por toda la calle hay mesas plegables donde la gente se da tiempo para rebañar bien el plato con el currusco de pan. Todavía falta mucho, pero la sensación esa de anticipación del día 6 lo impregna todo. La gracia de la mesa de los langostinos está en que han tirado de la casa a la calle una alargadera eléctrica. Tienen una plancha y se los asan al momento.
La clave, en sanfermines, es montárselo bien. Leer el terreno y acomodarse. Darle bien la vuelta al langostino para que se tueste por un lado y por el otro hasta que se le retuerzan los bigotes.
El contrapunto son guiris –se ven muchos asiáticos hoy– que van como patos. Intentan llegar a la Plaza del Ayuntamiento desde Zapatería y enseguida se vuelven asustados. Una cuadrilla de andaluces de mediana edad creen que solventarán esa falta de conocimiento con billetera. Lucen todos camisas blancas bien abotonadas y distintos adornos taurinos. No terminan la calle sin que les manchen con vinazo malo. Perdidísmos.
La Plaza del Castillo está blindada por los forales. Alto. No se puede entrar con vidrio. Los más pusilánimes se dan la media vuelta con sus botellas. Los más animados le meten unos lingotazos pantagruélicos a la litrona. Pimpán y para adentro. «Tome señor agente». El policía pone gesto torvo. «¡Al contenedor!».
En el control de la Policía foral de acceso a la Plaza del Castillo desde San Nicolás han encontrado 150 ikurriñas que se iban a utilizar en la kalejira de denuncia que luego haría entrada a la plaza donde se lanza el txupinazo. «Oye, que es una bandera legal. No tenéis derecho», les dicen los jóvenes. «Lo sé. Ven a por ella a las 12.05 si quieres», responde el policía. La discusión se queda ahí, porque hay más ikurriñas pequeñas y porque habrá otras más grandes. Lo sabe el agente y lo sabe quien protesta.
La kalejira se repone del robo de banderas (o hurto no violento) en la calle Xabier. Un bafle portátil hace de reclamo para que se junten cada vez más tipos con camisetas de “Altsasukoak Aske” o con lemas independentistas. Alguno se levanta la camiseta y saca más ikurriñas de plásticos. Serán suficientes. A su lado, un grupo de mujeres africanas se ofrecen para hacer trenzas y rastas y un mesoamericano tiene un puestecito de collares con lauburus a un euro.
Los de la kalejira salen puntuales, a eso de las 11.05. Arrancan y se lanzan calle abajo con las bandericas restantes. «¡Ikurriña bai, bai. Espainola ez, ez!», van gritanado. Sortean el primer control –impresionante– de municipales. Tienen que hacerlo casi en fila de a uno, mientras la Policía les graba con aparatos eléctricos que parecen muy sofisticados. Ya están en Mercaderes y la kalejira se adentra de forma imposible en la apretadísima muchedumbre. El cómo se hicieron después con los banderones grandes siempre es un hasta ahí puedo leer.
Y en estas que la gente termina de rebañar los platos del almuerzo, que los contenedores de al lado de los controles policiales se llenan de vidrios vacíos, que la gente se apiña en las pantallas de los bares, frente a las teles de casa… o se aplasta bajo el balcón consistorial. Todos con los ojos fijos en el reloj. Los que se quedan en las calles aledañas a las del Ayuntamiento apenas lo sienten. Oyen un tímido ¡pum! en el cielo. La ciudad ruge como solo ruge una vez al año. Y ya está, ya ha empezado.