LLos ánimos están caldeados en torno a la cumbre del G7 y sobran los motivos para que a la rabia por el cierre por orden gubernativa del tránsito por la costa de Iparralde y la muga en pleno verano se una a la ira organizada de los movimientos sociales contra la cumbre en Biarritz de este fin de semana.
No menos caliente está el panorama geopolítico en estos meses. A la insurrección ciudadana que cumple ya dos meses en Hong Kong contra el ímpetu anexionista de Pekín se une un repunte de las protestas opositoras en las principales ciudades rusas, en vísperas de unas elecciones municipales con candidatos de la oposición prohibidos o en prisión y en un momento que comienza a oler a fin de ciclo de Putin, con una serie de purgas internas que apuntan a reposicionamientos para el día después.
Esto último no es óbice, al contrario, para el repunte de una nueva Guerra Fría, al que asistimos estos días con el abrupto final del Tratado que 32 años atrás firmaron EEUU y la URSS para la eliminación de misiles de corto y medio alcance (INF).
La crisis en la Cachemira ocupada tras la derogación por parte del gobierno hinduísta de India de la autonomía que regía en el enclave himalayo de mayoría musulmana completa un cuadro que presenta un mundo convulso, marcado por el impulso de agendas autoritarias a lo largo y ancho del globo.
Estos y otros temas estarán en la agenda de la cumbre y en los encuentros paralelos y bilaterales. Pero, con permiso del imprevisible Trump, que ya ha comenzado a calentar el ambiente evocando la posibilidad de que Washington abandone la Organización Mundial del Comercio, hay un tema que debería estar en el centro de una cumbre que, además de Japón y Canadá, encontrará frente a frente a EEUU y las principales potencias europeas occidentales. Y ese tema es la crisis en torno al programa nuclear iraní.
Los recientes sabotajes de tanqueros en el estrecho de Ormuz, seguidos por episodios de interceptación de cargueros iraníes y británicos en un contexto de creciente tensión militar en una de las zonas más estratégicas del mundo, deberían forzar a las potencias europeas –cofirmantes del acuerdo nuclear iraní–, a plantar cara a un Trump que, en su intento de borrar todo legado de su antecesor, Obama, no dudó en retirar su firma e iniciar una carrera de sanciones contra Teherán, con la pretensión de forzar una revuelta interna y acabar con el régimen de los ayatollahs.
Europa debería aprovechar la oportunidad para honrar sus compromisos con Irán y advertir a EEUU de que no está dispuesta a ceder al chantaje renunciando a intercambios comerciales con Teherán.
Lo que no está nada claro es que lo vaya a hacer. Frente a frente, en el caso del Viejo Continente con EEUU, es un término que describe una simple posición, no un afán por comenzar a desmarcarse de los designios de Washington.