Empezaré a narrar en primera persona, para evidenciar que no soy ajena a la epidemia de hedonismo que afecta a nuestra sociedad y de la que no está exento ese que García Marquez calificó como el oficio más hermoso del mundo, aunque estuviera lleno de canallas. Estas son sólo unas reflexiones a vuela pluma sobre las implicaciones reales y las distorsiones de relato evidentes que nos ha dejado el asalto del G7.
Esta mañana me he levantado con una sensación extraña en los oídos. Por primera vez desde hace una semana el inquietante ruido de los helicópteros ha cesado.
El cielo está descubierto sobre Hendaia, el centro de nuestra ciudad recupera poco a poco el ritmo habitual en un fin de agosto y en la carretera de la costa «sólo» me he cruzado con un par de vehículos policiales.
«Hoy es el día del suspiro», he pensado. Ese en el que los músculos de la cara empiezan a relajarse. No todo ha acabado, y hasta hoy no volveremos a ser lo que somos: ni más ni menos que el país europeo con el ratio policial más alto. Esa es la situación cotidiana, la que no cabe atribuir al G7, la que deberá resolverse más pronto que tarde, porque esta sobre-ocupación ha hecho abrir bastantes ojos.
Durante estos días me he cruzado, he saludado, he escuchado a personas que llevaban en el rostro marcada esa carga de tensión que ha generado una cumbre cuyo disparatado dispositivo de seguridad ha convertido al norte del país en un escenario de ocupación militar.
Hablo de esa gente a la que el presidente galo, Emmanuel Macron, hace ojitos, cuando su política de comunicación atraviesa por momentos bajos, y apela con respeto a «los ciudadanos que se levantan pronto para trabajar», con el propósito de transmitir cierta empatía.
Ciudadanos, se manifiesten o no.
Efectivamente, hoy voy a hablarles de esas personas de a pie a las que han incautado su lugar de vida, y esa rutina cotidiana que nos proporciona a todas un sentimiento de seguridad personal, todo con un solo fin: proporcionar a los poderosos del planeta un escenario hermoso.
Los he encontrado ante la persiana de un comercio cerrado o un puesto de mercado sin clientes, reprochando al policía de un control el eterno atasco, volviendo de un cajero que no expendía dinero, esquivando un vehículo militar que bloqueaba la entrada a su caserío, tratando de sobrellevar los días sin tener acceso a servicios domiciliarios, negociando cambios de turno en el trabajo o simplemente huyendo por unos días a cualquier parte.
Ya sé que sus historias no cuentan mucho, en tanto que no son actores organizados, aunque ya quisieran muchos contar con informaciones tan certeras y servicios tan eficaces como los que se han compartido en algunos grupos de washapp para tratar de hacer más llevadero este estado de sitio.
Check-point sin violencia explícita. Me han impactado –y sigo narrando en primera persona– esa filas de vecinos en Biarritz con una tarjeta colgada en el cuello pendientes de que el escanner emitiera su «vip-vip» para entrar en una calle contigua a su domicilio, pero que ha quedado al otro lado del perímetro de seguridad dibujado sobre el mapa por securócratas que han cuadriculado la ciudad.
Los «check-point» son una imagen violenta en cualquier circunstancia y lugar. Y no porque tengamos la retina infectada de la brutalidad en las regiones calientes del planeta debería inquietarnos menos que se pongan tales barreras en este país. Un país empeñado en construir una paz que no siempre es fácil de identificar, y menos estos días, en el paisaje.
Me duelen los «check-point» que he visto en Biarritz, por más que los policías encargados de su custodia hayan cumplido la consigna de tratar con amabilidad a sus súbditos. Poco importa si mi visión del mundo tiene mucho o poco que ver con la de muchos de esos ciudadanos. A esos vascos les han aplicado una doctrina de control social que me implica porque me perturban las consecuencias que, a futuro, extraerán las élites securócratas de este experimento.
26.000 fichajes «inocuos». 26.000 personas solicitaron el pase o tarjeta de identificación impuesta por la seguridad del G7 a sus habitantes para poder salir y entrar de su casa, en Biarritz. Finalmente aproximadamente 18.000 recibieron tal autorización. Luego a miles de ciudadanos se les negó ese acceso, por opacas razones de seguridad, después de explorarse a fondo, entiendo, su vida.
Y así las cosas, un anciano de Biarritz no ha podido disponer durante largos días del masaje que le alivia el dolor porque a su quiropráctico no le han dado un pase, aunque su vida profesional le lleve habitualmente a la ciudad costera en la que no todo es lujo, no todo es escaparate. En Biarritz también viven personas «que se levantan temprano para trabajar», gentes a las que se les ha dicho que esto no sería para tanto pero que se han quedado a las puertas o encerradas en una hermosa cárcel al aire libre.
Ciudad demasiado vacía, incluso para Macron. No es mi obsesión. Algo ha fallado incluso para el anfitrión, al parecer perturbado por la imagen de ciudad muerta en que ha discurrido la cumbre. El teléfono rojo ha sonado y los responsables de la comunicación del Eliseo han metido, de hecho, a última hora y con calzador, algún descenso de Macron a calles y plazas muertas para estrechar las manos de un puñado de ciudadanos o lanzar saludos al vacío.
Los balances, presumo, van a ser parciales. Como también ha sido parcial la cobertura informativa de todo lo que ha rodeado a un acontecimiento impuesto, al que este país acostumbrado a resistencias ha llegado con todo a responder, con el aliento contenido, a través de una contracumbre plagada de obstáculos y opciones difíciles. Responsables de algunas de las ONG presentes, cuya sede radica en París, me la valoran como «una cita que no estaba ganada de antemano, menos aún a la vista del declive percibido en precedentes G7, pero que ha permitido poner sobre la mesa el mapa de las alternativas».
Balance represivo, realidad opresiva. Las alianzas que se han forjado estos días, con actores vascos convertidos en interlocutores de entidades para las que Euskal Herria simplemente no existía, pueden aportar semillas de futuro, aunque a nadie se le escapa que habrá que sembrar más y mejor para confrontar a la globalización autoritaria, para la que, al igual que ocurre en la Amazonía, los árboles que respiran por sí mismos son un obstáculo a eliminar porque el capitalismo siempre necesita ganar terreno.
Las agendas binarias no son útiles para afrontar tamaña crisis, y es que sin biodiversidad ningún otro mundo es posible. Este país se ha mostrado con valores y con fallas, o al menos se ha asomado al gigante, que, tal como estaba el patio, no es poco.
Es una buena noticia que no debamos de lamentar, como ocurrió el 19 diciembre en Biarritz, un cruel balance de heridos. Aquel día, en la preparación de estos fastos, una chica de 18 años, la miarriztarra Lola Villabriga, vio su rostro deformado por recibir el impacto de uno de esos proyectiles que, pese a ser causantes de graves mutilaciones, la Policía ha vuelto a emplear a lo largo de esta cumbre para reprimir algunas manifestaciones «no comunicadas».
Al margen de la manifestación que reunió a 15.000 personas en una movilización pacífica y colorista el sábado por la mañana en Hendaia, el desfile de los «retratos de Macron» el domingo marcó, por número de participantes e impacto mediático internacional, el otro hito fuerte en la denuncia del G7.
Por lo demás, no ha habido muchas ocasiones más de bajar a la calle, y los gases lacrimógenos o los cercos con balizadas –impresionantes como los «check-point»– han esperado a los que trataban de denunciar la cumbre con «protestas a las brava».
«Menos protestas con incidentes». Así podría decirse si se extirpara del relato la afrenta a la libertad absoluta que representan la violencia, a chorro o en cuentagotas, que se ha infligido a la población: en su vida cotidiana, sí, y también en su legítimo derecho a expresar en la calle su rechazo a una cumbre impuesta cuya parafernalia militar quedará en la memoria mucho después de que, por fin, se marchen las delegaciones.
Las pérdidas económicas, y otras. Los balances empiezan ya a aflorar, en forma de pérdidas económicas –claro está en la economía de los «menos grandes»–, y a partir de ya habrá que reflexionar mucho y bien sobre cómo hacer frente a los efectos colaterales de esta enorme operación de espionaje social.
Hablo de la pretensión de implantar una especie de democracia formal que ni las formas respeta, por la que la Prefectura regula derechos básicos, como el de manifestación, y abre o cierra espacios urbanos. Un sistema en el que se sortean las garantías jurídicas, con procesos administrativos, sin magistrado, o a través de juicios exprés, o con expulsiones arbitrarias.
Los policías (los extra para esta cumbre) se marcharán, los 1.500 periodistas acreditados apagarán sus ordenadores, y, déjenme que les diga que acogeremos con alborozo que salgan los carros de combate, pero también despediremos con alivio a esa corte de periodistas de palo-selfie que ha llegado a este pequeño trozo de un país dividido para plantar los trastos, sin especial atención a las pequeñas vidas de sus habitantes.
Y no crean que hablo sólo de esos corresponsales de postín deseosos de presentar su cara en cámara mientras por detrás, ¡oh sorpresa!, saluda un mandatario haciendo footing seguido por una corte de guardaespaldas. La feria de las banalidades también se nutre de clientela, a priori, bastante alternativa. Y el turismo con aureola comunicativa no nos es ajeno. Son los tiempos, y si no fuera porque borrar twits está mal visto, tampoco repetiría algunos gestos propios.
Con todo, a la vista de la huella en redes, tengo la sensación de que para éste, el oficio más maravilloso del mundo, estar y alentar un relato previo cuenta hoy más que contar lo que pasa y poner en contexto los hechos. Por eso, a poco que nos descuidemos, el autorretrato suplantará a la información. Se va el G7, pero todo está por pensar.