Víctor Esquirol

Carta a un cretino

Sobre la importancia de no ser un maldito maleducado en una sala de cine.

Victor Esquirol
Victor Esquirol

Llegados a este punto de la relación, creo me permitirás tutearte. Entenderás, supongo, que lo mejor es dejar la cordialidad (pura hipocresía, vaya) de lado, y decirnos las cosas tal y como las sentimos. Porque la historia de nuestra enemistad se remonta a los tiempos en que ir al cine era una aventura todavía tutelada por mis padres. En aquel entonces, recuerdo que cada proyección empezaba con el anuncio de una compañía de telefonía que nos recordaba la importancia de desconectar el teléfono móvil (ese aparato al que algunos, en aquel entonces, le daban poca esperanza de vida) durante el visionado de la película de turno.

De esto hará ya unos veinte años, y aun así, sigues sin aplicarte la lección. Mira, recuerdo cuando fui al festival Punto de Vista de Iruñea, en 2018. En aquella edición, uno de los invitados de la organización fue P. Adams Sitney, célebre historiador de cine de vanguardia norteamericano, quien atestiguaba, cada vez que abría la boca, la sabiduría de quien lleva estudiando el arte fílmico casi toda la vida... y el mal humor de quien cada vez se ve a sí mismo más alejado del mundo en el que está viviendo. Si te lo preguntas, ya que estamos, así me haces sentir siempre que compartimos espacio.

El caso es que en una de sus charlas, aquel veterano aprovechó la ocasión para agradecer la hospitalidad con la que la organización le había recibido, para avalar la selección de películas del certamen y... para maldecirnos a todos un poco. Nos lo merecíamos, la verdad, pero solo por tu culpa. «Desgraciadamente», dijo el hombre, «cuando regrese a los Estados Unidos, no me quedará otra que recomendar a mis amigos que nunca jamás visiten su país... porque ustedes siempre se las ingenian para arruinar todas las sesiones de cine». Todo esto lo dijo gritando, evidentemente. Y lo entendimos, porque no era para menos.

De hecho, sus alaridos empezaron a dejarse oír unos días antes, en el transcurso de una proyección. «¡Apaga el jodido móvil!», y al cabo de unos segundos, siguió «¡Que lo apagues, joder!» Y cuánta razón llevaba, tanto en las formas como, por supuesto, en el contenido. Porque aquello era intolerable, y por desgracia, sigue siéndolo. Por esto te escribo, porque el otro día te vi en la cola del Kursaal, y subiendo las escaleras del Victoria Eugenia, y esperando en la esquina del Principal... y a unas filas por delante de mí, en los cines Príncipe.

Ni en Zinemaldia ibas a concederme un respiro. Claro que no, porque a estas alturas ya no se puede maquillar la evidencia de ninguna de las maneras: tu único cometido (lo sé; lo sabes) es amargarme la existencia. Y a fe que lo consigues. Ahí estaba yo, tan tranquilo en mi butaca del K2, y ahí estabas tú, en el exterior, esperando a que bajara la guardia. Y cuando finalmente lo hice, ahí que entraste, y te pusiste justo delante de mí. Justo donde sabes que más duele. Como no soy amigo de la confrontación, decidí concederte el beneficio de la duda... solo para lamentarlo unos minutos después.

Se apagaron las luces de la sala, se encendió el proyector y, cómo no, también lo hizo la pantalla de tu teléfono móvil. No es que te olvidaras de desconectarlo, es que estabas esperando este momento para sacar a relucir las infinitas posibilidades de este brillante dispositivo. Claro, y a los que estamos detrás, que nos jodan, ¿no? Pues mira, no. Esta vez, ni te concedí los diez segundos de gracia. Faltaría más, que en demasiadas ocasiones me has amargado la existencia. Así que tomé la palabra de P. Adams Sitney («¡Los que veis un móvil encendido en plena proyección y no hacéis nada al respecto, sois cómplices del mismo crimen!») y actué.

Me incliné, te di un golpe incisivo en el hombro y te increpé: «Apágalo ya». Tú, cómo no, te quedaste atónito, y me aguantaste la mirada, en incrédulo silencio (en serio, qué cabrón eres). Pero como veías que iba en serio, te metiste el aparato en el bolsillo... Solo para dejar pasar diez minutos antes de largarte de la sala. Porque claro, ¿qué ibas a hacer? ¿Mirar la película? Por supuesto que no, tu único objetivo al entrar (que te conozco) era que el resto no pudiéramos disfrutar de una sesión en condiciones óptimas.

Y lamento las malas vibraciones que me dejas siempre en el cuerpo (supongo que de algún modo u otro, siempre ganas) y suspiro por la implantación de las soluciones que otros festivales han encontrado a tus malas artes. En Venecia, por ejemplo, algunas proyecciones están vigiladas con personal equipado con punteros láser. Su cometido es detectarte y, a la mínima que sacas tu arma de destrucción masiva, apuntar su haz de luz a tus ojos. Para que nos dejes vivir a los demás. Para que pruebes un poco de tu propia medicina. Porque te lo mereces. Cretino.