Beñat ZALDUA

Los artífices de las PCR de la UPV-EHU: «La parte científica fue la más fácil»

Esta semana han dado por concluida una experiencia que, sin esconder algunas decepciones acumuladas, no dudan en considerar tremendamente positiva.

Heterogeneidad. Es lo primero que salta a la vista al repasar el plantel de investigadores de centros vascos que han coordinado el equipo que a principios de abril puso a disposición de las autoridades sanitarias un protocolo para hacer test PCR a bajo coste y sin depender de kits comerciales. Esta semana dieron por concluida una experiencia agridulce de la que no dudan en quedarse con lo bueno, que es muchísimo.

Hablamos con cuatro de ellos. Ugo Mayor investiga el gen responsable de una enfermedad rara llamada Síndrome de Angelman, Patricia Aspichueta centra sus esfuerzos en las enfermedades hepáticas, Daniel Marino trabaja en biología molecular de plantas y Amanda Sierra es una neurobióloga que investiga cómo trabajan los nacrófagos, las células que se comen las neuronas muertas. Ninguno es epidemiólogo ni virólogo, pero todos conocen bien las técnicas de laboratorio y tenían muchas ganas de ayudar.

Servicio público. Es la vocación que emana por los poros de los cuatro cuando se les pregunta por qué. «Veíamos que podíamos hacer algo útil y teníamos la responsabilidad social de aportar nuestro conocimiento, teníamos una obligación moral», señala Sierra. «El objetivo era poner en manos de la sociedad el conocimiento y la infraestructura científica, que se supiera que la universidad presta sus servicios a la sociedad», añade Marino.

La vorágine. Situémonos a principios de marzo. Todavía no hay estado de alarma, pero la emergencia se ve venir. «Empezamos a hablar entre varios de nosotros y fuimos dando cuerpo a la idea, no fue un solo momento, se prendieron unas cuantas chispas, creamos un grupo de whatsapp y empezamos a organizarnos», explica Mayor, que va adquiriendo el papel de principal coordinador. Vienen días vertiginosos. Mientras se reclutan voluntarios en los diversos centros, se habla con el Vicerrectorado para habilitar el centro María Goyri –edificio prácticamente vacío, pese a que Urkullu lo inauguró en la precampaña de 2016–, se trasladan maquinaria y reactivos, se aceleran cursos de seguridad y se llama a infinidad de puertas. «Horas y horas, siete días a la semana, a contrarreloj», apunta Sierra. Las facilidades son muchas, el reto es inmenso, pero todos ayudan; también Osakidetza, a través del laboratorio de Cruces, que les deja muestras para que puedan ir afinando la técnica. «No hubiéramos podido poner a punto nuestro protocolo si no llega a ser por ellos, las cosas como son», asegura Aspichueta.

Para principios de abril el protocolo está listo y el 8 de abril la UPV-EHU publica la nota dando a conocer la disposición de los investigadores a realizar entre 500 y 1.000 pruebas al día. «Trabajamos con la idea de poder diagnosticar al mayor número de población, teníamos el operativo a punto, teníamos pensado incluso por dónde iban a entrar los coches, cómo se iba a tomar la muestra», continúa Aspichueta. Estaban mentalizados, no sin cierto vértigo, según dicen, para dedicarse en alma y cuerpo a hacer test, test y más test. Pero nada iba a ser como ellos pensaban. «En el momento en que se hace público empiezan a surgir las complicaciones», avanza Mayor.

Una pregunta sin respuesta

Es importante recordar el contexto y situar las cosas en el momento en que ocurrieron. A principios de abril Osakidetza realizaba entre 1.000 y 1.500 test al día, de los que más de un tercio daba positivo. La ratio era altísima y era evidente que muchos casos no estaban siendo diagnosticados. También eran los días en que la OMS insistía en su receta para controlar la epidemia: «Test, test y test». En ese contexto, los investigadores pusieron en manos de la Consejería de Salud y de Osakidetza la posibilidad de hacer entre 500 y 1.000 test más al día –ampliables hasta los 10.000 si se aprovechaba el potencial de todos los laboratorios de la CAV–, con un protocolo sencillo y efectivo que, además, y esto es muy importante, permitía hacer las PCR sin tener que recurrir a los kits comerciales, que tanto costaba conseguir en aquellas fechas. Y a un coste muy bajo de unos 15 euros la prueba.

¿Quién y por qué decide aparcar en un cajón el ofrecimiento de estos investigadores? Es una pregunta sin respuesta. «No tenemos una explicación clara», señala Aspichueta. «No sé qué ha pasado ahí y quién ha decidido las cosas, supongo que alguien tendrá que hacer análisis de conciencia en algún momento, pero yo prefiero quedarme con el lado positivo», añade Sierra. «Pensamos que podíamos haber sido más útiles», apunta Marino.

Mayor confirma que les queda «la incertidumbre de no acabar de entender» y recuerda que en las reuniones siempre les decían que «esto es algo que se está decidiendo en otras esferas». En Cruces les decían que ellos hacían los test que les pedían, pero que en el mismo hospital tenían capacidad para hacer más. Es decir, Osakidetza ni siquiera estaba haciendo todos los test que podía.

Solo a raíz de la presentación de los test de la UPV-EHU empezaron a hacer más. Es uno de los grandes logros del grupo. «¿No lo hemos hecho nosotros? Bueno, pero por lo menos lo han hecho otros», dice Marino. Mayor se explaya más: «Hemos contribuido a que haya un conocimiento social más amplio de lo que hace falta frente al virus. A mediados de abril desde Osakidetza se decía que las PCR apenas servían, que el futuro eran los test serológicos; era algo que en la comunidad científica nadie entendía y la OMS así lo señaló: los serológicos solo son para investigación, lo que hace falta para controlar una pandemia son las PCR. Creo que el contribuir a crear esta conciencia en la sociedad ha permitido hacer las cosas mejor para controlar la pandemia».

Más allá de las preguntas que nadie responde ni en Lakua ni en Osakidetza, y más allá también del millar largo de PCR que finalmente han hecho como colaboración en el estudio de seroprevalencia del Carlos III, los cuatro no dudan en quedarse con todo lo bueno que ha tenido la experiencia, empezando por el trabajo en común, las sinergias y el conocimiento mutuo entre personas que acostumbran a funcionar de forma aislada –la mayoría no se conocían entre sí–. Ha servido hasta para destapar vocaciones entre estudiantes de doctorado, dice Sierra.

La neurocientífica añade otro tesoro que se guardan en la mochila: «Mostrar que la ciencia básica, cuando se le permite, tiene muchísimo que aportar». Mayor, tras señalar que el protocolo está en fase de implementación en lugares tan insospechados como un hospital de Kenia, insiste: «En este país ha habido declaraciones de políticos diciendo que hay que invertir solo en ciencia aplicada, por lo que ha sido bonito demostrar que la ciencia básica es capaz, en momentos de necesidad, de dar soluciones de forma rápida y creativa».

Preguntados por si lo volverían a hacer, la respuesta es parecida: si hace falta, por supuesto. Es su vocación y lo sienten como su deber. Pero las trabas políticas se cobran su factura. No lo dicen explícitamente, pero no hace falta más que escuchar, por ejemplo, a Aspichueta: «Yo siempre estoy dispuesta a ayudar en todo lo que se pueda, pero habrá que ver si realmente vamos a ayudar y si realmente nos van a dejar».