Algo tiene que haber cuando, en unas elecciones en las que el margen de crecimiento del PNV venía del lado de los votantes de orden cercanos al PP, Iñigo Urkullu intenta forzar un perfil de izquierdas, progresismo y políticas redistributivas. Algo tiene que haber, porque la propuesta es abiertamente disonante: los hechos, las imágenes y las palabras no concuerdan, y cualquiera lo puede ver.
La respuesta, obviamente, la tienen las encuestas de partido o los datos reales de las encuestas que pagamos entre todos y todas. Como no podemos saber ni las unas ni los otros –lo primero es lógico, lo segundo impresentable–, hay que hacer el camino al revés: partir de la inferencia para encontrar los datos.
El primera dato tiene que ver con la participación, la clave y la incógnita de estos comicios. El objetivo no es abrir nuevos nichos, sino conseguir llevar hasta las urnas a una parte importante de quienes te votaron en anteriores elecciones. El grueso de ese electorado no son ni los más fieles ni los potenciales, sino quienes te han votado alguna vez.
Visto esto, en mi opinión la hipótesis más lógica es que una gran parte del electorado actual del PNV no acepta que vota a un partido de derechas. No le gusta porque es gente que básicamente se identifica como contraria a la derecha. No se atreverían a decir que son de izquierdas, pero se ofenderían si les dijesen que son de derechas. En este sentido, el partido necesita convencer a esa masa de gente (conservadora en lo socioeconómico, templada en su identidad vasca –siempre que no le provoquen– y progresista en lo social) de que su Gobierno hará recortes, bajará impuestos, asumirá las posiciones de la patronal y la banca como propias… pero que nadie diga que son de derechas, que se enfadan.
Esta hipótesis tiene otro efecto positivo para los intereses declarados de Urkullu: facilita mucho al votante del PSE asumir que, en el fondo, está votando al PNV, que en el fondo es casi de izquierdas. Porque eso es lo que están pidiendo –una vez entrados en campaña menos, pero antes de manera casi obscena–, cuando piden la mayoría absoluta para la coalición PNV-PSE. Mayoría absoluta que les facilite el veto a otras fuerzas, en un momento en el que deberían buscarse gobiernos cooperativos de emergencia y unidad.
En estos tiempos en los que en campaña prima lo emocional sobre lo ideológico, ideas-fuerza como la de que «ya no existen ni las izquierdas ni las derechas» proponen un marco en el que la incoherencia se permite y, en cierto sentido, se premia. Pienso que no debería ser así. La gente puede ser de izquierdas o de derechas, y no hay que descartar que haya gente que incluso no sea ni de lo uno ni de lo otro. En todos esos casos se puede, se debería, ser coherente. En el caso de una sociedad y un gobierno, esas etiquetas no tienen que ver con autodefiniciones destinadas a la manipulación social, sino con valores compartidos y con políticas públicas tasables. Los gobiernos deberían, además, promover la coherencia como valor social.
Que cada cual vote en conciencia, pero que a estas alturas no compre ni venda excusas que todo el mundo sabemos que son falsas. Cada cual es como es, y bastante desgracia tiene. Creo que hay que aceptar que vienen tiempos convulsos en los que jugar a conservar está condenado a perder. Y como país pequeño y con poderes reducidos que somos, no nos lo podemos permitir. Hace falta promover la cooperación, liderazgos compartidos, la búsqueda de alternativas ante una realidad disruptiva, la eficiencia, los compromisos y los sacrificios… Y, en este sentido, hace falta coherencia. Ojo, que coherencia no es sinónimo de inflexibilidad. Algunos, a un lado y al otro, las confunden, porque les interesa. Igual que les interesa que pensemos que izquierda y derecha son lo mismo.