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El fin de la mili; veinte años del triunfo de la desobediencia civil liderada por los vascos

Hace justo veinte años, el 9 de marzo de 2001, el Gobierno español aprobó el decreto que suspendía el servicio militar obligatorio en el Estado desde diciembre. Tres décadas de lucha antimilitarista terminaban con el triunfo de la desobediencia liderada por los jóvenes vascos, sobre todo navarros.

Policías tratan de detener a insumisos encadenados en una protesta. (Joxe LACALLE)
Policías tratan de detener a insumisos encadenados en una protesta. (Joxe LACALLE)

Han pasado veinte años desde que el Gobierno español pusiera fin a la mili gracias al esfuerzo y la tenacidad de una desobediencia civil liderada por los jóvenes vascos. Dos décadas después de ese triunfo, objetores e insumisos recuerdan con orgullo aquellos años de lucha en los que mantuvieron un pulso con las instituciones del Estado.

«Fue una experiencia de vida y de lucha colectiva muy interesante y de la que estoy muy orgulloso», comenta a Efe el insumiso navarro Mikel Huarte, que recuerda que vivió aquella etapa «con mucha intensidad».

José Miguel Aguirre ‘Katxo’, del Grupo Antimilitarista de la Sakana (GAS), asegura que aquél «era un punto muy activo de antimilitarismo. En aquellos momentos hubo pueblos que hasta el cien por cien de los que tenían que ir al servicio militar se declaraban objetores o insumisos».

«Aquí en el pueblo (Olazti), el Ayuntamiento nos ofreció sacar unas plazas para la prestación social sustitutoria, pero nos negamos. ¡Vais a quitar puestos de trabajo y encima le vamos a hacer el caldo gordo al Ejército!», fue la respuesta que dieron.

Para Lander Aurrekoetxea, del MOC, de la lucha antimilitarista de los años 90, «más que la sensación de duro, tengo la sensación de intenso».

«Recuerdo aquellos tiempos como de una actividad frenética», señala Valentín Ibáñez, de Kakitzat. «Fueron tiempos de lucha, protestas, castigos y reivindicación. Como persona tengo unos recuerdos imborrables de compromiso y compañerismo», asegura.

La insumisión, destaca, «la recuerdo con mucho cariño, fueron tiempos duros y vertiginosos de mucho compañerismo y solidaridad en los que conoces la grandeza y la flaqueza de la gente, no los cambiaría por nada en el mundo».

También el insumiso navarro Taxio Ardanaz considera que aquella fue «una experiencia vital en el sentido completo de transformación en lo personal y en lo colectivo, desde la lucha política».

La lucha continuó en las cárceles

Pero también fueron momentos duros, de juicios, condenas e ingreso en prisión. ‘Katxo’ recuerda como anécdota de su traslado el estado lamentable de la furgoneta en la que les metieron: «Hasta el mismo guardia civil que nos trasladó nos dijo que eso no eran condiciones. No tenía ni baño, no tenía nada, eran jaulas de metal con unos orificios pequeños que te impedían la visión, con unos asientos de madera. En el momento en que había un frenazo te pegabas con las chapas. Muy mal».

De la prisión de Iruñea, Aurrekoetxea tuvo «una sensación de bastante hacinamiento, bastante presión humana, y una sensación un poco lúgubre. Cuando nosotros entramos, se llenó completamente, fuimos ocupando los huecos que quedaban en las celdas, tuvimos cuidado de no invadir espacios a la hora de ir al comedor en las mesas».

«Me acuerdo de que la primera vez que fuimos al comedor esperamos a que todo el mundo se sentara para ver qué huecos libres se quedaban. Pero al entrar tantos juntos, eso era en parte tranquilizador, porque la cárcel siempre impone y era tranquilizador en cuanto que éramos un grupo grande de gente y nos apoyábamos y ya teníamos confianza previa, amistad incluso, y fue más fácil por eso», destaca.

Incluso en prisión, continuó el compromiso social de los insumisos, como recuerda Huarte: «Comenzamos una lucha por los derechos dentro de la cárcel, como tener comunicación con las familias en sitios que estuvieran limpios o tuvieran calefacción, y son cosas que conseguimos. Fue una lucha constante».

Ibáñez afirma por su parte que aquél «fue un tiempo de gran actividad, con dos huelgas de hambre, una de 15 y otra de 21 días, hacíamos encarteladas para reivindicar los derechos de los presos y nos condenaron varias veces por motín y sedición, lo que suponía aislamientos de fin de semana en la celda».

«La verdad es que, visto desde la distancia y el tiempo, puede parecer que estábamos un poco locos, pero en la vorágine de acción-reacción y lucha reivindicativa en la que estábamos inmersos, todo nos parecía lo más lógico del mundo», apunta.

Ardanaz no puede olvidar que en la cárcel militar de Alcalá de Henares «había de todo, desde soldados, guardias civiles, legionarios, militares profesionales, que habían cometido delitos de todo tipo, desde asesinatos hasta tráfico de drogas. Pero las condiciones en general eran mejores (que en otras cárceles). Nosotros teníamos celdas individuales».

Un final «agridulce»

El decreto del Gobierno del PP del 9 de marzo de 2001 que puso fin al servicio militar obligatorio fue acogido por los insumisos con una sensación agridulce. «Fue curioso, pero en aquella época nos pilló un poco a contrapié», indica Aurrekoetxea.

«Pensamos que, lo que se podía interpretar como un éxito, a la larga podía ser un éxito del militarismo, en cuanto que se nos acababa una manera de reivindicar un mundo sin ejércitos y se cerraba el camino para esa determinada lucha, pero con el tiempo es lógico pensar que contribuimos a hacer desaparecer el servicio militar obligatorio», subraya.

En ese sentido, Huarte, que siguió estudiando la carrera en la cárcel, recuerda a su profesor, el sociólogo Mario Gaviria, que «decía que la victoria la habíamos conseguido nosotros, pero no reconocíamos ni el propio hecho de haberlo conseguido. En su día no lo transmitimos».

Ibáñez también vivió el final de la mili «con ambivalencia», porque «como nosotros pensábamos que nuestra lucha era un mundo sin ejércitos, no salimos a celebrarlo como una victoria nuestra. Quizás, visto con perspectiva, debimos apuntarnos la hazaña para que no pareciera que era algo que concedía el Gobierno y no fruto de la presión y reivindicación social».

Para Ardanaz, aquello también fue «una cosa rara», ya que «sabíamos que no era el fin de nada, porque nosotros queríamos seguir luchando contra la existencia del propio Ejército».

«Estábamos contentos, pero un poco desamparados», admite el insumiso, que resalta que «lo que tenían las levas obligatorias es que popularizaban ese conflicto» y ahora «cuesta más en algunos sentidos explicar qué es lo que pasa con el Ejército».

Pero la batalla antimilitarista se mantiene en la actualidad, como pone de relieve Ibáñez: «Por supuesto que la lucha continúa. Hasta que tengamos un mundo sin ejércitos, no puede parar».