Ibai Gandiaga
Arquitecto

La cultura de la congestión (I)

Salir de casa. Meter a los niños en el coche. Correr por la autovía. Dos carriles por cada lado. Llegar corriendo al colegio, corriendo al trabajo, corriendo a la vida. No hay sitio para aparcar. Salir del trabajo, corriendo al colegio. Merienda en el coche, extraescolares. No hay sitio para aparcar. Compra en el centro comercial. Llegar a casa, en coche. Corriendo. Al día siguiente, vuelta a repetir.

Esta letanía es el pan nuestro de cada día de muchas personas que viven en Euskal Herria y en cualquier país desarrollado, que hacen uso del coche casi de modo permanente. Estas personas, que podríamos ser cualquiera de nosotros, en ocasiones pasan días enteros sin pisar un solo metro cuadrado de espacio público. No hay en estas palabras un tono moralizante: en muchas ocasiones, los desplazamientos son realizados por personas ‘cautivas’ del vehículo, que deben de desplazarse un centenar de kilómetros entre idas y venidas para poder trabajar, y que desean ahorrar el tiempo que el trabajo les quita a sus vidas, y ven el coche como una alternativa. No cabe duda que, una vez preguntadas, estas personas preferirían poder caminar al colegio de sus hijos de la mano, y andar plácidamente a sus puestos de trabajo. Tampoco cabe duda de que, tal y como tenemos montado el sistema, hemos cultivado durante décadas la cultura de la congestión.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? La respuesta no es claramente una, sino muchas, pero la historia nos muestra cosas que, como poco, rozan la tragicomedia. Para ejemplo, un botón: en un informe de septiembre de 1970, la Dirección general de carreteras del Ministerio de obras públicas, durante el Franquismo, describe la construcción del viaducto de la Salve, en Bilbo, y los gigantescos pies de hormigón que se plantaban en la ría, «como planta en bosque tupido, pero con la fuerza de sus motivaciones, se abrió paso, pidiendo sacrificios en nombre del interés general, y alterando la topografía urbana creada por dinamismos seculares». Un lenguaje claramente mesiánico que da cuenta de que aquello iba de intentar cambiar la vida de las personas a golpe de hormigón pretensado.

Y es que la Modernidad iba de eso, de tener un coche y olvidarse de que solo se podía votar a un partido; el Puente de la Salve iba a conectar el cercano valle de Asua, donde se pretendían albergar a 130.000 residentes, y dejar el centro de Bilbo como una suerte de City londinense, en una copia chapucera y mal hecha del ‘white flight’ que sacó del centro de las ciudades americanas a la clase media en los años 60. Podría pensarse que la democracia truncó esa idea, pero la verdad es que durante la Dictadura, en cuestión de urbanismo y ordenación del territorio, no había nadie al volante, y el proyecto cayó por su propio peso, dejando el puente de la Salve como recordatorio.

Del mismo modo que la Salve, muchas otras ciudades a nivel mundial sufrieron la incursión de una autopista, o vía rápida, directamente al centro de su trazado. Una historia con final feliz –esto es, sin vía rápida– fue la de los Jardines del Turia, en Valencia. El río Turia anegó Valencia en 1957, y se decidió modificar el trazado del río para evitar mayores peligros. Esto dejaba una golosa franja de 9 kilómetros de largo que atravesaba estratégicamente la ciudad, que en el Ministerio de obras públicas llamaron ‘Solución sur’.

En plena efervescencia de los movimientos vecinales, Valencia se unió bajo el lema ‘El llit del Túria és nostre i el volem verd’ (El cauce del Turia es nuestro y lo queremos verde), y lo que se planteó como una gran autopista urbana, pasó a ser uno de los parques urbanos de referencia del urbanismo europeo. El diseño del parque fue obra del arquitecto Ricardo Bofill y suscitó un gran consenso. El proyecto fue impulsado por el primer alcalde democrático, y se planteó un proceso participativo que consiguió la participación de más de cien mil personas que depositaron un voto en la exposición pública realizada con tal efecto. Bofill participó activamente en mesas públicas de debate con técnicos y arquitectos valencianos.

Casi 40 años más tarde de esas protestas, y el antiguo cauce del río Turia como elemento fundamental de la ciudad, la ciudad saca pecho de su parque, donde se enclavan elementos tan representativos para Valencia como la Ciudad de las Artes y las Ciencias o el Oceanográfico. En los 70 la lucha era clara, en las ciudades no había ni siquiera parques urbanos. Hoy en día, la lucha es más difusa, más líquida. La pregunta que deberíamos hoy por hoy formularnos es, ¿cuál es ahora el nuevo cauce del Turia? ¿Qué estamos perdiendo en nombre de un progreso hipotético?