Réquiem por Afganistán (y por nosotros)
La victoria talibán vuelve a situar a Afganistán ante su eterno regreso al pasado. Interpela, cómo no, a EEUU y a sus aliados. Pero también a los propios afganos. Y a nuestras miradas sobre ellos.
Hoy justo hace una semana, los talibanes entraban sin apenas resistencia en Kabul. Culminaba así una ofensiva relámpago que en diez días reconquistaba para los barbudos rigoristas afganos la práctica totalidad de Afganistán, con la excepción del indómito e inaccesible valle del Panshir.
Estos siete días han dado para infinidad de análisis, comparativas, lágrimas –no pocas de cocodrilo– y críticas justificadas a EEUU y, por extensión, a sus aliados occidentales.
Tampoco ha faltado la autocrítica, seguida en no pocos casos de llamamientos a la realpolitik y a contemporizar con los que hasta ayer eran unos terroristas sanguinarios.
Poco más novedoso se puede aportar para ayudar a explicar el complejo escenario afgano.
Sirvan, por tanto, las reflexiones que se esbozan a continuación como una modesta aportación en aras a intentar entender, si no a ellos, sí a nosotros mismos y a nuestra manera de interpretar el drama que asola a Afganistán desde hace decenios.
Desastre afgano. Decidimos englobar bajo ese epígrafe todas las informaciones sobre Afganistán aún a sabiendas de que podría dar pie a una percepción exculpatoria de las potencias que, ocupantes e injerencistas–algunas de vieja data, como británicos y estadounidenses– tienen una responsabilidad directa en el desaguisado.
La apelación al desastre tiene que ver con ese fatalismo histórico que nos muestra una y otra vez que nada cambia en Afganistán, que los que en 2001 fueron desalojados por una ocupación estadounidense que, sin duda, respondió a intereses estratégicos –disimulados por la ira de un imperio herido por el 11S–, vuelven al poder tras 7.300 días de muerte y destrucción de un país.
Pero no es que vuelvan, es que nunca se fueron, como recordaba nuestro colaborador Karlos Zurutuza en estas páginas. Que controlaban prácticamente todas las carreteras a Kabul y que los marines estadounidenses les pagaban peaje para transitarlas.
Pocos éramos los que augurábamos ya en 2001 que los estadounidenses fracasarían en Afganistán, como les pasó antes a los soviéticos o en su día a los británicos. Mucho han tardado.
La URSS trató en los ochenta de apuntalar un régimen más o menos laico y socialmente progresista –para los cánones actuales, sobre todo en el país centroasiático– y no solo salió trasquilada, sino que su retirada precipitó su desaparición.
Habrá quien argumentará que la del Ejército Rojo no fue una invasión sino una intervención bienintencionada abortada por Arabia Saudí, la CIA, Pakistán y la red Al Qaeda. Que si el Gran Juego de Asia Central… que si la ubicación estratégica de Afganistán… como si hubiera algún país en el mundo que en un momento dado no pueda ser tildado de estratégico.
Todo ello puede ser más o menos cierto según el prisma de cada uno –hay quien insiste todavía hoy en que EEUU y Occidente intervinieron en 2001 para liberar a las mujeres–.
Pero hay un hecho incontestable. Todos los intentos de las distintas potencias para, siquiera de forma colateral, exportar un modelo político al país centroasiático han sido un fiasco.
Más aún, en los escasos intervalos en los que los responsables político-militares afganos tuvieron margen para establecer un marco de convivencia autónoma resistiendo las inevitables presiones mundiales y regionales, el resultado ha sido un desastre. La guerra civil y los desmanes que siguieron a la retirada del Ejército Rojo a finales de los ochenta, que precisamente provocaron la llegada del talibán, son su más triste ejemplo.
No es fatalismo, sino la constatación de que Afganistán era –en cierta manera sigue siendo– un mosaico de etnias y tribus reconvertido en reinos de Taifas de señores de la guerra que los talibanes pretendieron y pretenden superar con una bandera blanca sobreimpresionada en negro por la shahada o profesión de fe del islam.
102 años después de su independencia del Gobierno británico, los afganos –que los hay–, que reivindican con la bandera tricolor que Afganistán es un Estado-nación son ninguneados o dispersados a tiros.
Mucho se ha escrito sobre el desastre que el desenlace afgano ha supuesto para la credibilidad de EEUU y de sus aliados, y del orden liberal por extensión. Es evidente que un imperio no invade y ocupa un país durante 20 años, creando una nueva administración y armando un ejército para que tenga que negociar su retirada con aquellos a los que derrocó y para que salga literalmente por patas y sin tiempo para hacer las maletas y rescatar a sus colaboradores nativos, dejando tras de sí el armamento en manos del enemigo.
Es más que posible que, como cuando al decidir la invasión no calculó sus consecuencias, la «inteligencia» estadounidense haya calculado a su final pésimamente los tiempos.
Pero es imposible que EEUU no se hubiera percatado, a estas alturas, de que había armado con garras (con un billón largo de dólares y armamento de última generación) a un tigre de papel: el Gobierno y el Ejército afganos.
Y es posible, a su vez, que, como ocurrió en los 90, la Administración estadounidense haya decidido que, dentro de lo que cabe, los talibanes pueden ser el «mal menor». Y acaso que ya va siendo hora de que sus grandes rivales y vecinos estratégicos de Afganistán, léase China y Rusia, se encarguen de domar a esa fiera rigorista y no sigan observando entre aliviados y divertidos el desastre estadounidense en territorio afgano.
La retirada se interpreta así como una decisión estratégica que va más allá de Donald Trump y de Joe Biden, sin olvidar que este, siendo vicepresidente, no apoyó en su día el plan de Barack Obama de incrementar la presencia militar estadounidense en Afganistán.
El actual inquilino de la Casa Blanca ha tirado de calculadora para optar por centrar los esfuerzos financieros en el rescate de la clase media del país y por la remodelación de las vetustas infraestructuras del país. Donde se juega el futuro. Para ello no ha dudado en desoír todos los consejos de los generales y de los expertos militares del Pentágono que, evidente, tienen también su propia agenda.
¿Egoísmo nacional? Seguro. ¿Apuesta geoestratégicamente arriesgada? Sin duda. ¿Una losa para Biden? El tiempo lo dirá, pero convendría recordar que el tempus en política no se mide por el impacto de unas imágenes o con comparaciones históricas más o menos forzadas.
Por de pronto, el presidente de EEUU ha centrado su justificación para la retirada en que un Gobierno y un Ejército afgano incapaces de regir el país y de defenderse no valen ni una vida estadounidense ni un dólar más. Un mensaje chirriante para la actual corrección política, pero fácilmente comprable por muchos estadounidenses.
Llegados a este punto, nos acercamos al quid de la cuestión. El de los Estados fallidos y las ocupaciones fallidas, fenómenos que se retroalimentan en ese orden o en el inverso. Esto último ocurrió en el caso de Irak, en el que la invasión estadounidense ha acabado por dinamitar la ficción del Estado-nación iraquí (todo Estado-nación es parte ficción). Hay quien arguye que ese era el objetivo inicial de EEUU. Si lo fue les ha salido rana, ya que Irak se ha convertido, de facto, en un protectorado de Irán, enemigo histórico de Washington.
Muchos han comparado el desastre afgano con la retirada de EEUU de Vietnam en 1975, pero no faltan los paralelismos con Irak. Cuando Obama empieza a desentenderse del país árabe en 2011, las milicias suníes de Al-Sawa, armadas y financiadas por EEUU para luchar contra el ISIS en su terreno, son abandonadas a su suerte (sin soldadas, sin suministros…), lo que aprovechan los yihadistas para lanzar una ofensiva que les permitirá instaurar el califato del Estado Islámico. Irán aprovechará el vacío para fortalecer su impronta en Bagdad.
El vacío en Afganistán ha sido cubierto por los talibanes y no falta quien les lava la cara y asegura que, por ejemplo, la situación de la mujer era pésima en el Afganistán ocupado.
Y puede ser cierto, pero hasta cierto punto. Porque, siendo evidente que, en medio de la ocupación y en el Afganistán profundo, la opresión a la mujer seguía siendo insoportable –si el patriarcado es una lacra-lapa en nuestras sociedades, qué no pasará en una aldea afgana– la diferencia es que los talibanes la elevan –la elevaron y, no se engañen, la elevarán– a categoría de ley. Así, ¡por mis huevos!
Ante este y tantos dilemas, todo se resume con la pregunta «¿qué hacer?», en o con Afganistán y en o con tantos y tantos dossieres internacionales.
La no injerencia puede ser la respuesta, sobre todo a la vista de las últimas aventuras estadounidenses. Pero mucho me temo que eso, la no injerencia, no existe más que en uno de esos tantos mundos ideales.
No tengo respuesta. Termino pues transcribiendo extractos de la columna de opinión «La vida lenta» de Carlos Zanón en “La Vanguardia” del miércoles pasado («Vacaciones en Kabul»).
«Ser occidental (…) consiste en tener mala conciencia y criticar a padrastros y a madrastras (…) Occidentalizar es ser consciente de que se tiene la razón en todo y que se sabe cómo solucionar ese todo (…) Eres ética y moralmente superior a los demás. Criticas a los guardianes porque guardan y porque no guardan. Estás en contra de intervenir y en contra de no intervenir y siempre se interviene mal, y ante la duda, retrocedemos 500 o 100 años y allí encontramos los nuevos viejos culpables de siempre. Sabes de historia, geopolítica, feminismo, economía global y aunque llevas toda la vida sin entender a tu padre sabes perfectamente qué siente y qué quiere un soldado afgano, un pastor de cabras sudanés o un campesino austral del siglo XVIII. Porque todos esos son como occidentales con mala suerte. Buenas personas todas».
Léanlo íntegro, si pueden. No he visto hace tiempo un análisis internacional más atinado.