Dosis de refuerzo, un debate de ricos sin suficiente evidencia científica
Tras Alemania e Israel, son varias las potencias y países ricos en anunciar una tercera dosis de la vacuna. La comunidad científica, sin embargo, advierte de que todavía no se ha determinado si será necesaria. Mientras, la vacunación no llega al 2% en los países pobres.
Imagínense una distopía en la cual las farmacéuticas actualizan periódicamente las vacunas contra el coronavirus para proporcionar a los países ricos dosis de refuerzo contra nuevas variantes del virus, mientras la vacunación en los países pobres apenas alcanza al 10%, manteniendo una transmisión comunitaria capaz de generar, cada cierto tiempo, nuevas variantes. Terrible, ¿verdad? Pues bien, puede que poco a poco caminemos hacia este diabólico bucle, al que hizo referencia recientemente un editorial de la revista especializada “The Lancet”.
El debate global –y las decisiones concretas de un puñado de países– sobre la necesidad de una tercera dosis de las vacunas tiene múltiples vertientes, pero ninguna de ellas eclipsa un hecho objetivo, incontestable: se está dando en un momento en el que apenas el 1,94% de la población de los países pobres ha recibido al menos una dosis.
Esta realidad llevó al director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, a rogar a los países ricos una moratoria global sobre la tercera dosis, de tal manera que esas vacunas se utilicen para alcanzar al 10% de vacunados en todos los países, y proteger así a los principales grupos de riesgo de todo el mundo. Es decir, para salvar vidas. El ruego, como tantos otros, ha caído en saco roto. A Alemania e Israel, pioneras, les han seguido gigantes como EEUU, China y Rusia. El último en anunciar la puesta en marcha de la tercera dosis fue el Estado francés, el pasado jueves.
Definir los términos del debate
Para sacar algo en claro de este debate, quizá sea necesario aclarar sus términos, porque tercera dosis y dosis de refuerzo no son siempre sinónimos. En EEUU, por ejemplo, la tercera dosis se aprobó primero para personas severamente inmunocomprometidas, en las cuales se ha podido demostrar que dos dosis no procuraban una protección suficiente, como recuerda Helen Branswell en un reciente artículo en “Stat”.
En estos casos, pequeños estudios apuntaron la capacidad de la tercera dosis de generar una respuesta inmune algo más fuerte –por debajo todavía de la estándar–. Los Centers for Disease Control and Prevention (CDC) señalaban que, en este caso, no se trataba de una dosis de refuerzo, sino de una tercera dosis necesaria para completar la pauta de vacunación ordinaria.
Pero luego llegó la variante delta y los miedos sobre la pérdida de efectividad de las vacunas. A los escépticos que se niegan a vacunar les salió competencia en el otro extremo con los escépticos de la efectividad pidiendo a gritos una tercera dosis. Las farmacéuticas metieron la cuchara abonando –sin aportar evidencia científica– la necesidad de esa dosis extra.
En EEUU, la norma era lo suficientemente laxa para que cerca de un millón de personas sin cumplir los requisitos de inmunodepresión tratasen –y muchos lograsen– una dosis de refuerzo. Fue así hasta la semana pasada, cuando los CDC anunciaron que en setiembre se abrirá a toda la población la posibilidad de obtener la tercera dosis.
Antes de eso, sin embargo, esta nueva inyección deberá obtener la autorización –que ahora no tiene– de la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) de EEUU. Porque la realidad, ni tozuda ni flexible, es simplemente la que es: la pauta de vacunación actual ha demostrado una respuesta aceptable ante la variante Delta, mientras que no existe evidencia científica de que sea necesaria una dosis de refuerzo generalizada.
La última en recordarlo, el pasado miércoles, fue la Agencia Europea de Medicamentos (EMA): «En esta etapa, aún no se ha determinado cuándo podría ser necesaria una dosis de refuerzo», en caso de que «se confirmase la necesidad».
¿Será necesaria o no?
La respuesta es que, en estos momentos, no se sabe. Para entenderlo hay que recordar cómo funciona la protección que nos ofrecen las vacunas. En un primer momento, el organismo responde rápidamente a la inyección, generando dos tipos de células capaces de bloquear la acción del virus. Se trata de los linfocitos B, que generan anticuerpos contra el SARS-CoV-2, y los linfocitos T, que lo que hacen, sobre todo, es atacar y matar las células del organismo que ya están infectadas.
La producción de estas células alcanza su pico pocas semanas después de completar la pauta de vacunación. A partir de ahí, empieza un declive que lleva al organismo a producir cada vez menos células y, por tanto, cada vez menos anticuerpos. Esto ha provocado algunos titulares llamativos en las últimas semanas, pero lo cierto es que entra dentro de lo previsible: «No hay una vacuna en la que no veas un descenso de anticuerpos y células T a lo largo del tiempo», señaló recientemente Rahi Ahmed, inmunólogo de la Emory University, a “Nature”, en un extenso artículo sobre el tema.
Este descenso, sin embargo, no implica de forma automática que el efecto de las vacunas se diluya. El organismo se guarda algunas células de memoria, que se siguen reproduciendo, en menor escala, durante mucho tiempo, y que son capaces de reaccionar ante una infección por SARS-CoV-2. La pregunta sin resolver en la comunidad científica es si esa memoria inmunológica es suficiente y durante cuánto tiempo lo es.
A la herramienta para determinarlo se le llama «correlación de protección», que hace referencia al número de anticuerpos u otros marcadores de inmunidad que se asocian con la efectividad de la vacuna a lo largo del tiempo. La definición de esta «correlación de protección» servirá para determinar si hace falta o no una dosis de refuerzo, pero en este momento, «sin haber definido correctamente esta correlación, es difícil decir si realmente necesitamos un refuerzo», señala en el mismo artículo Ali Ellebedy, inmunólogo de la Washington University y especialista en células B.
Los pocos estudios realizados hasta la fecha han apuntado que, como cabía suponer, una dosis de refuerzo hace que tanto la primera producción de linfocitos B y T, así como la producción de células de memoria, sea más potente. Es decir, esta tercera dosis cumple, a priori, con su función de refuerzo. Lo que todavía no se ha demostrado, sin embargo, es que esta protección extra sea necesaria.
No es fácil medir la efectividad
Demostrar esa necesidad con datos reales sobre el terreno tiene su complejidad. Las últimas semanas han corrido como la pólvora datos de Israel según los cuales, la efectividad de las vacunas bajaría en cuatro meses del 90% al 53%. Estos datos han avivado de nuevo la defensa de la dosis de refuerzo, pero numerosos epidemiólogos –en el Estado español destaca el artículo de Pedro Gullón y Mario Fontán en “The Conversation”– han advertido sobre el peligro de sacar conclusiones demasiado tajantes de datos parciales. Las cifras corresponden a los primeros vacunados en enero y febrero, que fueron trabajadores sanitarios –mucho más expuestos al virus– y población de riesgo, cuya respuesta a la vacuna es más débil.
Los datos de pérdida de efectividad de las vacunas contrastan, de hecho, con la eficacia anunciada por las farmacéuticas tras los ensayos clínicos. Aunque ahora se han convertido en grandes abanderadas de la tercera dosis, Pfizer-BioNTech aseguró en julio que la eficacia se mantenía en el 84% después de seis meses. En el caso de Moderna, la empresa aseguró que seguía por encima del 90%.
En cualquier caso, cabe subrayar que estos datos se refieren a la protección ante la infección por SARS-CoV-2. Los estudios realizados hasta la fecha señalan que la protección ante una versión grave de la enfermedad y ante la muerte sigue siendo fuerte seis meses después, también con la variante delta.
Es decir, aunque no esté todavía claro, puede que una dosis sirva efectivamente para ganar un poco de protección contra la infección, pero ahora mismo no ofrece una mayor protección ante la enfermedad grave y la muerte. «Una pequeña merma en la eficacia frente a la infección no justifica, en mi opinión, que alguien como yo reciba una dosis de refuerzo cuando otra persona ni siquiera ha recibido una dosis», señala en el citado artículo de “Nature” Laith Jamal Abu-Raddad, epidemiólogo del Weill Cornell Medicine de Qatar.
Un debate viciado de inicio
Hasta aquí llega el debate científico que, efectivamente, puede acabar apoyando la administración de una dosis de refuerzo. No lo ha hecho todavía, pero incluso haciéndolo, seguiría siendo una medida insolidaria y contraproducente, un privilegio de ricos en un momento en el que la tasa de vacunación en los países pobres no alcanza el 2%.
Sirvan para recordarlo las palabras de Mosoka Fallah, ministro de Salud de Liberia durante la epidemia de ébola en 2014, que en un enérgico artículo en “Nature” denuncia que apenas han llegado a África 50 millones de las 700 vacunas prometidas. Desesperado ante la impermeabilidad de los países ricos ante los argumentos humanitarios –es tan básico como que las vacunas extra podrían estar salvando vidas en África–, Fallah concluye con un aviso: «Las regiones en las que se deja aumentar los casos de covid-19 son las regiones en las que emergerá la próxima variante. Esto puede deshacer todos los avances logrados con las vacunas en los países desarrollados».