Víctor Esquirol
Crítico de cine
CRíTICA DE ‘LA HIJA’ (SECCIóN OFICIAL)

La fábula desigual

Fotograma de ‘La hija’. (ZINEMALDIA)
Fotograma de ‘La hija’. (ZINEMALDIA)

Tal y como indica la música de fondo de la escena de apertura, esto es un cuento. Una joven figura femenina camina apaciblemente por un campo; por un paraje despoblado, amablemente rodeada por una naturaleza que no amenaza, sino que protege. La escena transcurre en pleno día, y está bañada por una luz solar que potencia todos los colores del paisaje. El verde, el amarillo y el marrón se combinan suavemente, como si los árboles, plantas y caminos que vemos los hubiera pintado una mano bondadosa. Es una toma general preciosa, que nos manda un claro mensaje: aquí estás a salvo; aquí no te pasará nada.

Y de nuevo, la banda sonora refuerza la idea: una canción de cuna que nos invita a bajar la guardia. Permitir que los sentidos descansen, que dejen de detectar posibles peligros. Los cuentos también están hechos para esto: para que nos vayamos a dormir, para que dejemos de molestar. Pero los cuentos, ya se sabe, son esto mismo: una invención, o sea, algo que no existe. Algo, a lo mejor, que está siendo utilizado en contra de nuestros intereses. Un adulto, por ejemplo, que sabe mucho más que los niños, instrumentaliza esta historia para que los chiquillos no estén a lo que deberían estar.

Primera lección: quien cuenta el cuento, está en control de la situación. Quien manda aquí, conviene recordarlo, es Manuel Martín Cuenca. Se activa el instinto de supervivencia: esto no puede ser la escena idílica que nos dibujan los ojos y las orejas. Y en efecto, se confirman los peores temores. Entra en escena Javier Gutiérrez, el hombre de la sonrisa que hiela la sangre, el señor en el que no se pude confiar. En parte, porque siempre sabe qué decir, y cómo decirlo. Y ahí está, recibiendo a la chica de la escena bucólica, con su sonrisa que hiela la sangre, con sus palabras tranquilizadoras.

Ella le llama «profesor» y le asegura que ha hecho todo lo que él ha ordenado. Y sabes, como espectador, que nada bueno puede salir de esto, que la luz del sol, los colores agradables y las tomas aéreas que te llevan en volandas (como en un sueño) son un engaño. A la fuerza tienen que ser un engaño. Y por supuesto, ‘La hija’ no tarda en descubrir su verdadera naturaleza. Aquellas tomas paisajísticas que en un principio encandilaban por su espectacularidad cromática, ahora abruman (en el peor sentido) porque engullen a sus personajes; porque les reducen a la condición de pobres manchas, que poco o nada pintan en un orden natural que les subyuga. Este oscuro cuento de hadas trata, en parte, sobre esto.

Sobre la influencia que podemos ejercer sobre los demás; sobre cómo este influjo puede fácilmente degenerar en control abusivo. En una fuerza de presión contra la que no se puede luchar. Porque este combate es desigual: un bando está –muy– por encima del otro, se mire como se mire. En un plato de la balanza está una chica de apenas quince años. Una niña se podría decir, en comparación a lo que está en el otro plato: una pareja adulta (el «profesor» y su mujer) que además juega en su propio campo. En una casa, para acabar de ubicarnos, perdida en la sierra, a muchos kilómetros de la civilización. Y con esto, Manuel Martín Cuenca sienta las bases de la que perfectamente podría ser la película más política en su filmografía.

El trato que une a ella con ellos, se puede decir, es el de la maternidad subrogada, ese pacto teóricamente beneficioso para ambas partes, que vuelve a estar en el debate público, gracias sobre todo al despertar de una nueva conciencia feminista que nos pide repensar algunos de los tratos (sociales) que a lo mejor son mucho más desiguales de como nos los habían pintado. Las fábulas también sirven para esto, para ilustrar realidades complejas, en términos comprensibles para todas las sensibilidades; respetando la normalmente brutal esencia del tema tratado. Véase, por ejemplo, lo que hizo el año pasado Juanma Bajo Ulloa con ‘Baby’ o, ya en formato corto, Paul Urkijo Alijo con ‘Dar-Dar’.

El relato de ‘La hija’, por cierto, va deformándose, y lo que en un principio era un preciosista retablo de postales bucólicas va cediendo ante el feísmo del blanco y negro en poca resolución de las cámaras de seguridad, y acaba asentado en la brutalidad de un horror alimentado por las angustiosas urgencias del survival más descarnado. Al crucial juego de apariencias propuesto por Manuel Martín Cuenca le sucede lo mismo que a esa retórica que, a fuerza de ser abordada con preguntas que antes no se nos ocurrían (o que no se nos permitían), se desmorona, mostrándonos al fin su verdadera cara. Hasta que ya no queda ninguna canción de cuna capaz de tapar el incómodo silencio instalado –por fin– en el ambiente.

El director de El Ejido sigue incidiendo en la desigualdad, ilustrándola ahora con un magistral y muy retorcido recorrido por los placeres habituales del thriller. Aquí, como cabía esperar viendo sus antecedentes, la tensión va sedimentando en silencios alargados, para crecer en momentos aparentemente muertos… para estallar con ese susto matador, arrojado a traición. En el uso del montaje, en la elección de los encuadres, en la gestión de las elipsis… Manuel Martín Cuenca nos controla porque está en control de la información. Sabiendo siempre más de lo que nosotros podemos llegar a saber. Hasta que ya desconfiamos de todo, y de todo el mundo. Y así, al final, acertamos. Moraleja de una fábula sobre la desigualdad, coherentemente planteada y ejecutada a través de la desigualdad… para exponer los tóxicos mecanismos y propósitos por los que la igualdad está concebida: aplastar a quien consideramos inferior.