Lo que pasa en Karabaj no se queda en Karabaj
El colapso en el enclave de Nagorno Karabaj de hace un año provoca un terremoto en Armenia que pone en cuestión la propia supervivencia de un país pequeño en el Cáucaso Sur, pero de una enorme importancia geoestratégica.
El pasado martes, las redes ardían con las cifras de muertos, heridos o desaparecidos entre armenios y azeríes. Era la mayor escalada de violencia desde la ofensiva de Bakú sobre Karabaj hace un año, pero ocurría en territorio oficialmente armenio. Más allá de las cifras infladas de sendos ministerios de Defensa, pesaban los hechos: Azerbaiyán se hizo con dos posiciones militares armenias en una de las zonas más sensibles no ya del Cáucaso, sino de toda Eurasia. No es una hipérbole.
Antes de seguir, busquen Syunik en el mapa. ¿Ven ese estrecho corredor de tierra al sur de Armenia que llega hasta la frontera de Irán? Fíjense bien y verán que discurre entre Azerbaiyán y su enclave de Najicheván. Si tenemos en cuenta que este último comparte una frontera terrestre con Turquía (18 km), Syunik ese ese pedacito de Armenia que impide que se pueda conducir desde el Mediterráneo hasta el Caspio sin abandonar tierra turca (los azerbaiyanos no son sino turcos chiíes).
La debacle armenia del pasado año en Nagorno Karabaj (los armenios perdieron un 70% del territorio bajo su control) obligó a redibujar el mapa no solo del enclave, sino también las fronteras de Armenia y Azerbaiyán. Uno de los puntos del acuerdo de paz que puso fin a la guerra era el establecimiento de una vía de transporte terrestre que conectara Najicheván y Azerbaiyán a través de Syunik, una posibilidad que Ereván ha contemplado desde el principio como una nueva amenaza a su integridad territorial. El gobierno armenio se ha hecho el remolón durante casi un año hasta que, el mes pasado, Nikol Pashinyan (primer Ministro armenio) verbalizaba finalmente su voluntad de facilitar dicha conexión por carretera y tren al sur del país.
Pero Bakú tiene prisa y presiona: si no se hace por las buenas, será por las malas. Los incidentes del pasado martes se produjeron en una zona cercana a la que ya se adjudicaran de facto los azeríes tras una incursión similar en primavera: fue entonces cuando se abrió la veda para constantes intercambios de fuego que también se extienden por la linde con Najicheván, o a los puestos de control en los que Bakú cobra tasas de tránsito a los petroleros iraníes que atraviesan sus nuevos territorios. Dicen que, sin abandonar la carretera única de Syunik, uno entra hasta veintiocho veces en suelo azerí.
Davit Baboyan, ministro de Exteriores de Karabaj, subrayaba recientemente y en estas mismas páginas que Armenia no había luchado por Karabaj, sino que era al revés: «Nosotros luchamos por Armenia porque, si cae el enclave, lo siguiente será el país entero». Baboyan también apuntaba al «peor momento en la historia de Armenia desde el genocidio de hace cien años». Todavía quedan supervivientes que recuerdan que aquello fue ayer, y la sensación en la calle es que puede volver a pasar mañana.
Hoy, en Syunik hay aldeas a las que las nuevas fronteras han atravesado por mitad, y aún son más las que se han desplomado al otro lado del mapa. A los lugareños se les pide que aguanten y se construyen casas nuevas a contrarreloj para que se queden porque, si se van, caerá Syunik. Y luego Armenia. Más allá de una batalla por conservar el territorio equivalente al de la antigua Armenia soviética, se trata de una lucha desesperada por la propia existencia.
Moscú-Tel Aviv-Teherán
¿Dónde está Putin? Los armenios no dejan de preguntárselo. Desde el Kremlin hablan de esfuerzos «activos» o «diplomáticos» gracias a los cuales se consigue sofocar desde guerras como la del año pasado hasta incidentes como el del martes. Cierto, pero es poco más que apagar fuegos porque Putin no exige a los azeríes que se vuelvan por donde han venido. En ausencia de un acuerdo bilateral entre Bakú y Ereván sobre el trazado de la frontera entre ambas (nunca existió), Moscú se agarra a ese vacío cartográfico para no intervenir de forma más expeditiva, aunque ello nunca fuera un problema en Ucrania o Georgia en el pasado más reciente. ¿Puede ser vértigo a dar un paso en falso en una zona en la que Turquía tiene una influencia mucho mayor de la que tenía hace un año? Sea lo que sea, ya sabemos que, en el espacio postsoviético, el Kremlin no se deja nada al azar, se trate del bosque bielorruso o la Transcaucasia.
Hay mucho más. Cazas israelíes descansan en bases azeríes (justo en la frontera con Irán) como pago a Tel Aviv por los servicios prestados a Bakú en la guerra del año pasado. Y no se trata de una alianza reciente: Israel fue uno de los primeros países en reconocer la independencia de Azerbaiyán, a quien ha asistido desde entonces con equipamiento agrícola y médico, purificadoras de agua y, sobre todo, armas (es el segundo proveedor de Bakú detrás de Rusia). Todo se ha pagado en barriles de petróleo del Caspio. En 2012 ya decía Avigdor Lieberman –el entonces ministro de Exteriores israelí–que Azerbaiyán es «más importante para Israel que Francia». El enemigo siempre fue Irán.
Por si fuera poco, Teherán contempla con estupor cómo el fantasma del nacionalismo panturco se extiende dentro de sus fronteras (hay más azeríes en Irán que en Azerbaiyán) y no se le ocurre otra que desplegar en la zona las mayores maniobras militares de su historia el pasado mes de setiembre. Que marcar músculo militar no ha surtido efecto quedó más que escenificado el martes, y los ayatolahs llaman ahora al Kremlin. Mientras comunica, el conflicto más longevo de la extinta Unión Soviética se pasa por el túrmix de la geopolítica más poliédrica. Faltarán delantales de acero para los salpicones.