Víctor Esquirol
Crítico de cine

En constante punto de ebullición

Vinette Robinson y Stephen Graham. Este último se reivindica por enésima vez como uno de los mejores actores británicos.
Vinette Robinson y Stephen Graham. Este último se reivindica por enésima vez como uno de los mejores actores británicos. (FILMIN)

D​epende del momento en que la descubras, podrás decir Filmin se ha anotado la última gran película de 2021, o la primera de 2022. En cualquier caso, la llegada de ‘Hierve’ a dicha plataforma debe ser vista como la enésima demostración de lo afinado que está el radar de su equipo de programación.

He aquí, al fin y al cabo, una de las revelaciones más impactantes de la temporada. La película, conviene tenerlo en cuenta, es el primer largometraje de su director y co-guionista, Philip Barantini, quien antes de probar suerte con el cine pasó más de una década trabajando en el estrés de la cocina de varios restaurantes.

Experiencia laboral que a la larga se descubriría como una especie de trabajo de campo imprescindible para la película que ahora nos ocupa. Lo que propone ‘Hierve’, para entendernos, es pasar una noche en un prestigioso local inglés de ‘haute-cuisine’. La narración podría sentar como una especie de menú degustación indigesto, en el que vamos a tener ocasión de probar las malas vibraciones que se han instalado en todos los rincones de dicho restaurante. En los fogones, en el callejón de atrás donde se descargan los residuos, en los lavabos… y por supuesto, en cada una de las mesas donde se congregan los comensales.

Hay otro detalle importante: todo lo que vemos y oímos está presentado con la arriesgada puesta en escena de un solo plano secuencia. O sea, que durante la poco más de hora y media de metraje, no hay ninguna interrupción desde la sala de montaje. Dicho de otra manera: a la cámara no se le ocurre parpadear en ningún momento. Una decisión que convierte las angustias del tiempo real en pura asfixia. Esta ‘pesadilla en la cocina” nos descubre la ‘cara B” de estos establecimientos en los que, como clientes, cada vez volcamos más exigencias.

Y ya se sabe, este ingrediente acostumbra a llevar a la desgracia. ‘Hierve’ es, al fin y al cabo, un doloroso retrato del ahogo en el que estamos convirtiendo nuestro mundo: un punto de encuentro entre trabajadores y consumidores hermanados por el mismo sentimiento de infelicidad. El explotado se siente así mismo, esclavizado por un sistema del que solo quiere huir, y del que se desfoga tomándola con el que considera que está por debajo de él. Aterradora pirámide social fundamentada en el maltrato; en una falta de empatía que, por si todo esto fuera poco, se ve vergonzosamente magnificada por el telón de fondo: todo lo que vivimos sucede durante una noche de Navidad.

El calendario nos dice que la concordia debería reinar en el ambiente, pero no, es justo al contrario: miremos donde miremos, solo hay conflicto. Es el punto de ebullición mantenido como volcánica constante. Seguimos atrapados en la cocina, y en el callejón, y en el gran salón, y en ese plano secuencia que nos recuerda que no podemos estar en todos los sitios al mismo tiempo. ¿Qué implica esto? Que allí donde no estemos mirando, la situación seguramente se estará escapando de nuestro control. Y efectivamente.

Desde la escritura y la dirección, Philip Barantini propone un desesperante ejercicio de mímesis con el protagonista de esta historia, un chef que siente que se está quemando en la –supuesta– excelencia con la que se publicita su restaurante. Encarnado por un Stephen Graham pletórico (en enésima demostración de ser uno de los actores en mejor estado de forma dentro del concurrido panorama británico), el personaje central intenta infructuosamente que los satélites que le rodean no colisionen entre ellos. ‘Hierve’ es esto: un show ininterrumpido de malabares, en el que solo es cuestión de tiempo que una de las piezas caiga al suelo y se rompa en mil pedazos.

Barantini se zambulle en la miseria que hay bajo la presuntamente impecable superficie de esos lugares en los que a nuestro paladar se le ha prometido experimentar la felicidad más absoluta. Solo que en realidad aquí solo hay caos: cuerpos moviéndose de manera imprevisible, violenta, desagradable. No hay armonía, mucho menos amor: hay desconfianza hacia el desconocido y odio acérrimo hacia los allegados. Un cóctel explosivo preparado para hacer subir las pulsaciones de la audiencia, y para que estas no bajen en mucho tiempo.