¿Menos mal que nos queda Portugal?
Existe una costumbre, bastante arraigada a esta orilla del Duero, de alabar a la modesta Portugal y ponerla como ejemplo alternativo al de la España atávica.
Esa tendencia es palpable en los sectores de izquierda española y en las formaciones soberanistas que reivindican a las naciones sin Estado en el Estado español.
No cabe duda de que el modelo portugués de ruptura con el salazarismo, la Revolución de los Claveles, tiene mucho que ver con esa admiración, en contraposición con la transición, atada y bien atada, del franquismo español.
Convendría, con todo, huir de mistificaciones, y reconocer que el levantamiento popular-militar del 25 de Abril de 1974 dio paso a una ruptura controlada y que fue denunciada en su día como traición a la revolución por los sectores más a la izquierda, incluido el histórico PCP.
Dejando a un lado disquisiciones históricas, hay que reconocer que la reivindicación en positivo de la vecina Portugal ha servido y sirve de freno al racismo clasista imperante entre no pocos españoles contra los portugueses. Ese racismo miserable, el que dispensa a los inmigrantes portugueses el mismo o peor trato que el que no pocos europeos le propinaron cuando tuvo que emigrar como los españolitos a Francia, a Alemania o a Suiza.
Un trato absolutamente inmerecido contra un país cuyos pobladores, por motivos sin duda históricos, hacen gala de una templanza, de una mezcla entre pragmatismo galaico-lusitano y frialdad «británica» que para sí quisieran los españoles – y para nosotros quisiéramos también no pocas veces por estos lares–.
Ahora bien, toda valoración genérica, sea negativa o positiva, de una colectividad responde normalmente a tópicos y a prejuicios que denotan un paternalismo más o menos oculto. En este caso, el de los que ven a los portugueses no como lo que son sin como lo que ellos quisieran que fueran.
Como ejemplo, el racismo contra la comunidad gitana es un fenómeno desgraciadamente extendido en Portugal, más incluso que en el Estado español. Lo que explica, en parte, el ascenso de los ultraderechistas de Chega a tercera fuerza política.
Como ocurrió en España, Portugal ya no es esa isla sin presencia de la «nueva-vieja derecha», presente y amenazante desde EEUU hasta Rusia, pasando por todo el Viejo Continente.
Aún así, conviene matizar que Chega no ha superado el 7% de los votos, lejos de sus expectativas y con menos de la mitad de apoyos que cosecha Vox (15%).
La política es ese arte en el que cada quien disecciona la realidad cuándo y como quiere para adecuarla a sus principios inmutables.
Pero ocurre que los resultados de las elecciones portuguesas arrojan lecciones incómodas tanto a uno como al otro lado de la frontera, tanto física como política.
Ahora que tanto se habla, y se escribe, sobre el suicidio que supondría para el PP el giro a la derecha de su líder, Pablo Casado, resulta que la derecha civilizada y contemporizadora portuguesa, la del PSD, no solo pierde apoyos sino que ve cómo el PS logra la mayoría absoluta aventajándole en la friolera de 14 puntos.
No solo eso sino que sus aliados tradicionales, los democristianos del CDS-PP, desaparecen del mapa político. A su derecha no solo crece Chega sino los ultraliberales de Iniciativa Liberal, que se convierte en cuarta fuerza política.
Atentos a los movimientos en la derecha homologada portuguesa, cuyo líder, Rui Río, el mismo que no descartó en campaña formar una Gran Coalición con el PS, ha anunciado que tira la toalla.
Y atención a la izquierda de los socialdemócratas del PS. El Bloco de Esquerda y el PCP cosechan una derrota estrepitosa y pagan cara su negativa a aprobar los presupuestos y la concentración del voto útil en torno al primer ministro socialdemócrata, António Costa.
Es evidente que no es posible extrapolar el mapa electoral portugués a la situación política en el Estado español. Pero convendría recordar que los ríos, en este caso el Duero (sin olvidar el Guadiana), son frontera pero a la vez nexo de unión entre ambas orillas.
El grupo gallego Siniestro Total popularizó en una de sus canciones aquello de «Menos mal que nos queda Portugal», convertido en lema contra el españolismo más rancio. Convendría, por tanto afinar las lecturas para que no resulte que al final lo último que nos quede sea una visión prejuiciada de Portugal.