Aunque pueda parecer absurdo, si existe Italia tal y como es actualmente, mucho se debe a una parte del mundo que hoy en día está en el centro del conflicto entre Rusia y Ucrania: Crimea. Hace casi dos siglos, la intuición de un hombre político muy inteligente, Camillo Benso, conde de Cavour, llevó a su país, el Reino de Cerdeña, con capital en Turín, a una guerra donde no tenía objetivos concretos, pero sí a largo plazo: aliarse con Francia e Inglaterra para echar del norte de la península italiana a los Austrias y conseguir la independencia.
El resultado fue sobresaliente porque, a cambio de un puñado de soldados muertos cerca de Sebastopol, los Saboya llegarían a un acuerdo con Napoleon III Bonaparte, lo que fue el primer paso hacia la creación de Italia.
Cavour, rebelde con causa
Cavour fue sin duda el hombre mas importante y decisivo en la unificación italiana. Una unificación que fue muy «a la italiana», es decir maquiavélica, pero también con altibajos dignos de un drama y momentos hasta cómicos.
Desde 1848 hasta su muerte en 1861, el conductor del proceso que llegaría a la proclamación del Reino de Italia fue un solterón bajito y con un poco de barba, segundo hijo de uno de los hombres mas ricos y poderosos de Turín.
Por aquel entonces, la ciudad del Piamonte era la capital del Reino de Cerdeña, gobernado por la familia de los Saboya, una de las dinastías más antiguas de Europa. Se extendía al noroeste de la península italiana hasta lo que hoy en día es más o menos Chambery, y al sur hacia la ciudad de Niza. Un reino extenso, pero no inmenso, bajo la influencia, sobre todo, de los franceses.
La unificación italiana fue maquiavélica, pero también con altibajos dignos de un drama y momentos hasta cómicos
No era raro escuchar el idioma transalpino en las calles de Turín, donde a principios del siglo XIX Napoleón Bonaparte, después de haber echado a los Saboya, había creado una pequeña corte encabezada por Camillo Borghese, cuñado del mismísimo emperador francés y marido de Paolina, la dama más de moda de Europa.
Cuando Cavour nació fue bautizado, por supuesto, y tuvo como padrino y madrina ni más ni menos que al príncipe Borghese y su maravillosa mujer, cuya estatua desnuda ya lucía tallada por Antonio Canova, escultor oficial de la familia Bonaparte. De todas formas, las relacciones con la familia originaria de Ajaccio empezaron allí, cuando todavía era un bebé.
Pero Camillo Benso era el segundón en la descendia familiar y en aquella época su futuro estaba marcado: ser militar u hombre de Iglesia. Tomó la primera opción, pero en la academia a la que fue tuvo más problema disciplinares que nadie.
Su padre Michele, exalcalde de Turín y abogado, desesperado, finalmente le enviò a París, donde con gran ímpetu juvenil Camillo vivió su vida de bohemio hasta desperdiciar una suma incalculable de dinero, con malas operaciones en la Bolsa. «Hay que recuperar el dinero o dispararse una bala en la cabeza», escribió a su padre, que afortunadamente pagó las deudas.
No solo le gustaba especular en el mercado de valores, sino también las cartas: las leyendas dicen que pasaba horas y horas en los clubs más exclusivos jugando al whist, muy practicado entre los nobles y la alta burgesía.
El conductor del proceso que llegaría a la proclamación del Reino de Italia fue un solterón bajito y con un poco de barba
Aquel shock económico, de todas formas, cambiaría radicalmente la mentalidad de Camillo Benso. Volvió a Turín, donde los Saboya volvían a reinar, y empezó a trabajar más con su padre, destacando como uno de los máximos expertos de agricultura. Fundó un periódico, llamado ‘Il Risorgimento’, donde explicaba sus ideas políticas liberales, que por aquel entonces eran casi de extrema izquierda.
Ideas como la célebre definición “Libera Chiesa in libero Stato’ (Iglesia libre en un Estado libre), cuyo significado era clarísimo: ninguna influencia del Papa o del catolicismo en las actividades políticas, casi una blasfemia a mediados del siglo XIX.
Mantuvo relaciones también con Inglaterra cuando un representante del gabinete de Londres le pidió un informe sobre las condiciones laborales de los obreros en el Reino de Cerdeña. Cavour los conocía bien y contestó con un reportaje tan detallado que dejó boquiabierto al Gobierno británico.
Una persona así no podía quedarse fuera del mundo de la política; de hecho, a partir del 1848, entró en el Parlamento y en 1852 el rey de Cerdeña, Vittorio Emanuele II, lo eligió por primera vez como primer ministro.
No tenía hijos ni esposa; una amante, sí, la bailarina Bianca Soverzy, viuda Ronzani, nacida en Hungría. Adoraba a su sobrino Augusto, muerto en 1848 después de la batalla de Goito, en la llamada Primera Guerra de Independencia italiana, cuando el Reino de Cerdeña había intentado echar del norte de la península al imperio de los Austrias.
Aquel conflicto fue un fracaso absoluto para los Saboya que acabó, por un lado, con la abdicación del rey Carlo Alberto y la proclamaciòn de Vittorio Emanuele II, y por otro, en Viena, con la ‘Marcha Radetzky’, compuesta en pocos días, en el verano de 1848, por Johan Strauss padre en homenaje al mariscal que había ganado la guerra.
Según Cavour, en fuera de juego durante el primer conflicto para la independencia de Italia, solo había que mover mejor las fichas y buscar aliados para derrotar a los Austrias. Mientras que modernizaba el Reino de Cerdeña, por ejemplo introduciendo el ferrocarril y mejorando los métodos agrícolas, esperaba el momento más oportuno para jugar sus cartas, con el objetivo de unificar Italia, el sueño que tenía cuando todavía era estudiante en la academia militar. Ese sería su legado, el hijo que no había podido tener.
Desde Sebastopol hasta Solferino
En su poderoso ‘Relatos de Sebastopol’, el joven oficial de artilleria León Tolstói habla de su experiencia durante la Guerra de Crimea entre 1853 y 1856.
El inmenso escritor ruso, autor de ‘Guerra y paz’ y ‘Anna Karenina’, se queja sobre lo absurdo del conflicto con un estilo simple, casi periodístico, subrayando la importancia de la gente pobre, protagonista inesperada en la retaguardia. Los oficiales, incluso Tolstói, que era noble al igual que Cavour y que en sus novelas hace jugar al whist a algunos de sus protagonistas que curiosamente hablaban francés, porque era el idioma franco tanto en San Petersburgo como en Turín.
Una guerra, la de Crimea, que tuvo como adversarios al Imperio Ruso y el Reino de Grecia por un lado, y a Francia, el Imperio Otomano y el Reino Unido por otro. Los rusos querían expandirse hacia el sur, una idea que chocaba contra los intereses de los turcos, y desde allí empezó todo, durante tres años en los que el centro era la zona de Sebastopol, puerto importantísimo desde el punto de vista estratégico.
Los grandes manuales bélicos casi nunca han dado cuenta de que en aquel enfrentamiento había tambien un puñado de hombres enviados a luchar contra los rusos: 18.058 soldados del Reino de Cerdeña, un cuarto del total del ejercito de los Saboya. Tampoco Tolstói habla de aquel grupúsculo en sus ‘Relatos’.
El comandante era Alfonso La Marmora, estrecho colaborador de Cavour e inventor del cuerpo militar de los Bersaglieri, con sus plumas negras y tocando la trompeta. Allí, en la Guerra de Crimea, tema caliente entre las grandes potencias europeas, el primer ministro del Reino de Cerdeña había visto la oportunidad de hacer un all-in: meter en la pelea algunos voluntarios, porque eso eran los soldados de los Saboya, ganar el conflicto y luego buscar una recompensa «por las molestias».
El resultado fue sobresaliente, a pesar de una veintena de muertos y un centenar de heridos, carne de cañon para conseguir el premio. Los de La Marmora combatieron duramente, sobre todo cerca del rio Chornaya (en italiano Cernaia, hay unas cuantas calles en toda la península con este nombre), muy cerca de Sebastopol, en la actual Crimea, territorio corazón del actual conflicto entre Rusia y Ucrania.
Los rusos querían expandirse hacia el sur, una idea que chocaba contra los intereses de los turcos, y desde allí empezó todo
Aquella batalla, el 16 agosto de 1855, a pesar de ser secundaria con respecto al conflicto principal, fue decisiva porque los Bersaglieri ayudaron muchísimo a los franceses, que apreciaron el gesto. A Cavour Crimea no le interesaba nada, el objetivo era aliarse con la máxima potencia continental, el Imperio de Napoleon III, otro Bonaparte, sobrino de Napoleon ‘El Grande’ y de su madrina Paolina.
En el Congreso de París de 1856 los ganadores y los perdedores se juntaron, incluso representantes de los que no habían participado en el conflicto, como los Austrias. Allí Cavour pudo concretar alianzas tanto con Francia, militarmente, como con Inglaterra, económicamente: el precio de las molestias.
El resultado sería, en 1859, la Segunda Guerra de Independencia Italiana, finalmente triunfante para el Reino de Cerdeña, con la conquista de la ‘caja fuerte’ de los Austrias: la Lombardia, la región de Milán.
Rue de Solférino y Boulevard de Magenta, en París, recuerdan aquellos momentos decisivos, cuando Italia iba a empezar su proceso hasta la unificación de 1861, el año también de la muerte de aquel extraordinario jugador llamado Camillo Benso, conde de Cavour, que en Crimea había visto el punto de partida para sus proyectos.