Albert Naya Mercadal
Antalya

El pequeño oasis turco ya no es un mar en calma

La ciudad de Antalya, donde conviven 10.000 ucranianos y 30.000 rusos, vive su guerra particular y una calma tensa sin precedentes que se cobra la hermandad entre las dos comunidades.

Yuri, a la izquierda, ayuda a empaquetar ayuda humanitaria que irá hacia Ucrania.
Yuri, a la izquierda, ayuda a empaquetar ayuda humanitaria que irá hacia Ucrania. ( Albert NAYA MERCADAL)

Cae la tarde en Antalya, al suroeste de Turquía, y Anastasia, nacida en Odessa y residente en la ciudad eurasiática, coge un rollo de hilo azul y otro amarillo: los colores que dan forma a su terapia de choque contra la ansiedad. Ver y escuchar lo que está pasando en su país, Ucrania, la tiene enganchada a las redes sociales y al teléfono por si algún familiar la llama. Pero las horas pasan y recibe pocas. Por lo tanto, ha convertido su profesión de costurera en lo más parecido a una consulta sicológica: en lugar de explicar sus intrigas, que en tiempos de guerra no son pocas, cose banderas de Ucrania para venderlas y enviar el dinero a sus familiares y amigos, ahora escondidos en cualquier sótano.

«Los primeros dos días estaba en shock, porque nadie esperaba que esto pudiera pasar, que hubiera tanta deshumanidad, tanta violencia. Al tercer día pensaba que todo acabaría, pero no. Entonces vine a trabajar por primera vez y me di cuenta de que tenía que reaccionar, porque la guerra no acababa y yo tenía que hacer algo», explica Anastasia.

A pesar de ponerse manos a la obra para acabar con la ansiedad, no cose banderas por casualidad: «Vi que había gente en Instagram que ponía banderas ucranianas en el balcón y recordé que por el día de la independencia –del año anterior– se estaban buscando banderas de Ucrania en Antalya. Entonces llegué al trabajo, vi que tenía telas y empecé a coserlas. No me imaginé que habría tantas personas que las quisieran». Y la demanda exagerada la tiene entretenida: durante el día dedica las horas a atender los pedidos de los clientes habituales y por la noche intenta hacer banderas por no pensar en sus familiares de Melitopol, ciudad ucraniana ahora bajo la ocupación de los rusos. «Me duele mucho que no puedan salir. Allí tengo a mi abuela, enferma, haciendo quimioterapia, pero gracias a Dios el hospital todavía funciona. En principio, no es posible marcharse, pero tampoco quieren hacerlo porque es muy difícil abandonar tu casa. Ahora sigo trabajando e intento ahorrar dinero porque soy su único soporte económico», asegura.

Diecisiete toneladas

En otro escenario, en casa de los Koval, el salón está invadido por una montaña de cajas de ayuda humanitaria que proviene de los turcos y partirá hacia Ucrania. Allí reciben todo tipo de objetos que llegan de todo el país, los empaquetan y cuando la montaña de cajas es notoria, las envían a Polonia. En el improvisado centro de ayuda, una casa particular de poco más de 70 metros cuadrados, también se encuentra Yuri, un ucraniano que vive en Antalya, pero que más de tres décadas atrás sirvió en el Ejército soviético cuando la Unión Soviética invadió Afganistán. Conducía camiones, asegura, porque no sabía ni cómo empuñar un fusil. «En ese momento me dijeron que no podía entrar en combate porque no tenía experiencia, ahora envían a cualquier joven a morir sin haber disparado una sola bala», señala en referencia a los miles de jóvenes rusos que Vladimir Putin envía al frente a combatir, precisamente, contra su hijo.

«No sabemos nada de él. Cada día entramos en la web del Ministerio de Defensa ucraniano, y allí salen todos los nombres de los combatientes. Si están vivos, sale un signo positivo (+). Ahora está destinado a una ciudad en Lugansk». Yuri suspira cada mañana desde que todo empezó. Y no esconde que quisiera estar ahí, luchando, pero a pesar de estar en buena forma física confiesa que es demasiado mayor para ir a la guerra y aquí, en Antalya, es mucho más útil, ejerciendo de puente entre los que quieren aportar un pequeño grano de arena y quienes dan la vida en el frente.

«Desde aquí también recibimos donaciones de dinero –explica– para comprar chalecos antibalas y material para las unidades de protección territorial». Porque en tiempos de guerra, cuando cualquier aportación es buena, puede pesar más un simple billete que un saco de arroz. Y de billete en billete, de grano en grano, el peso total que esta familia ha podido mandar al frente es de diecisiete toneladas desde que comenzó la guerra, afirma.

Destino vacacional

Cerca de 30.000 rusos y 10.000 ucranianos son residentes en Antalya, destino de vacaciones donde muchos han decidido quedarse para emprender una nueva vida. Una de ellas es Olga, de San Petersburgo, que ya lleva casi una década en tierras turcas. A pesar de abrazar la cultura anatolia del Egeo y ser consciente de que las altas temperaturas del sur de Turquía son aplastantemente más favorables que el frío ruso, no vino por una cuestión tan banal como esta: «Nunca me ha gustado mi Gobierno y siempre he buscado un lugar donde sentirme cómoda, por lo tanto, vine a Antalya», sostiene.

A continuación carga contra el hombre en boca de todo el mundo. «No estoy de acuerdo con Putin, yo no lo elegí, siempre he estado en contra y cuando tuve la oportunidad de salir de Rusia lo hice», subraya, mientras recuerda que cuando era pequeña hubiera votado al máximo mandatario porque tenía un perro muy bonito. Pero el hecho de no haberlo querido nunca en el poder o de haberse alzado en su contra no la excluye de sentir culpa: «No me da vergüenza ser rusa, me da vergüenza mi presidente y siento miedo por mi futuro y el de mi hija».

De hecho, toda su familia, que se posiciona en contra de la guerra, vive en San Petersburgo y eso la tiene nerviosa. También asegura que la mayoría de rusos fuera de su país están en contra de este conflicto, pero «los que viven allí no pueden expresar su oposición».

Pero para Yuri, no hay excusas: «Después de todo lo que está pasando, solo tendré amigos rusos si han pasado por la cárcel por protestar», deja claro. Él, que vive con toda su familia en la ciudad del suroeste de Anatolia, ya ha decidido cortar cabos con muchos rusos que antes pertenecían a su círculo de amistades. Ahora que la guerra ha estallado, solo tiene tiempo para hacer cajas de ayuda humanitaria que enviará a Ucrania y, en los descansos, para maldecir a los que no levantan la voz contra Putin.

Lazos rotos

Olena, también ucraniana, explica la triste realidad de Antalya, que la relación entre las dos comunidades se ha enturbiado: «La comunicación ya no es como antes, nos preguntan cómo estamos, pero las cosas ahora han cambiado». Y justifica su decisión: «Los rusos se escudan diciendo que no pueden hacer nada para detener esto, pero son 140 millones de personas. Nosotros lo hicimos en 2014 y también teníamos miedo. Pero demostramos nuestra posición, que no queríamos ir en la dirección que los políticos imponían. Ahora vemos que los rusos son diferentes en este sentido y no podemos entender cómo pueden estar callados ante esta guerra»

La prueba que confirma el giro en las relaciones entre rusos y ucranianos en Antalya es que ella misma da las gracias por trabajar desde casa, poder aislarse y no tener que cruzarse con ningún ruso en sus tareas diarias, como llevar a un hijo a la escuela o, directamente, tenerlo como vecino.

Pero a pesar de todo ello, Olga, de nacionalidad rusa, residente en Antalya y con una vida y un círculo de amistades ucranianas en Turquía, se resiste a perder lo que ha construido durante años y pide perdón cada vez que tiene la oportunidad: «Me gustaría agradecerles a mis amigos ucranianos que todavía sean amigos míos, a pesar de la guerra».

Porque cada vez que Olena, Yuri o Anastasia se cruzan con una Olga en la ciudad de Antalya no ven a una simple rusa paseando, sino a una persona que, por mucho que les pese a muchos rusos, comparten bandera con el mismo hombre que ha provocado los bombardeos contra la población civil ucraniana, el sitio de Mariupol o la recientemente conocida masacre de Bucha. Y ellos, que tienen familiares o antepasados viviendo en Rusia, apuntan que no están dispuestos a perdonar.

Anastasia sigue cosiendo banderas para no pensar. Desde su taller, en pleno centro de la ciudad, envía cada día decenas de ellas a todo aquel que quiera ayudar. Y la decisión que los turcos toman al colgarla en su balcón es firme, al igual que todas las concentraciones en contra de la agresión rusa, donde no solamente se concentran ucranianos. Pero si alguna nacionalidad rehúsa de ir a este tipo de eventos son los rusos, por muy en contra de su Gobierno que estén. «La mayoría de rusos me intentan evitar o bajan la mirada cuando me ven con la bandera. Hay algunos radicales, pero son muy pocos. Todos los días intentamos decirles que hagan algo, que paren lo que está pasando. Pero no quieren escuchar, es imposible. Por lo menos, en Turquía, la televisión muestra la verdad, algo que en Rusia no ocurre. Pero, igualmente, no nos escuchan», sostiene Yuri.

El oasis turco para rusos y ucranianos, donde se respira una calma tensa, ha dejado de ser el lugar paradisíaco en el que ambas comunidades conviven o coinciden durante los meses de verano. Y eso no solamente afecta a los implicados: los turcos lo sufrirán en sus propias carnes y en su bolsillo. Según el presidente de la Federación de Negocios Turísticos y Alojamiento del Egeo, Mehmet İşler, tres millones de turistas ucranianos no vendrán a Turquía por razones obvias, y si las negociaciones entre los dos países no logran llegar a una solución, probablemente solo vendrá el 30% de los rusos a los que se esperaba que lleguen al país. El año pasado, en tiempos de pandemia, fueron cinco millones.