El Batallón Azov se rinde en Azovstal
La rendición de los últimos mandos del Batallón Azov y la entrega de Azovstal al Ejército ruso tras dos meses de sitio permite analizar el trato a los prisioneros de guerra y hacer historia sobre este grupo de choque, fundado por el neonazi Andrei Biletski al calor de la guerra en el Donbass.
Las reticencias rusas a aplicar la Convención de Ginebra sobre prisioneros de guerra a los mandos y soldados que forman parte del ultraderechista Batallón Azov, que se han rendido y han entregado la acería Azovstal de Mariupol, no son una excepción, ni siquiera en tiempos recientes.
Y no solo porque esas garantías de trato a los enemigos capturados o rendidos en un contexto de guerra se incumplen de forma más o menos sistemática.
Los EEUU de Bush aplicaron el término de «combatiente enemigo» a cientos de detenidos talibanes y de Al Qaeda en Afganistán, negándoles el «título» de prisioneros y encerrándolos sin derechos en Guantánamo.
El Pentágono mantuvo esa criminal trampa semántica en la invasión de Irak y, si bien en 2009 el nuevo presidente, Barak Obama, derogó esa legislación, el trato, por ejemplo, dado a los yihadistas del Estado Islámico, sobre todo a sus dirigentes, nunca ha sido el debido a los «prisioneros de guerra».
Es esa excepcionalidad, aunque en este caso no aplicada al yihadismo fascista –que no otra cosa es el ISIS–, sino a un movimiento de origen neonazi como el Batallón Azov, la que aducen parlamentarios rusos no ya para no incluirles en un eventual canje de prisioneros, sino para despojarles de tal condición y pedir que les sea aplicada la pena de muerte por «terroristas».
El Kremlin guarda silencio, pero decisiones estratégicas tomadas por Rusia suelen ir precedidas, o preparadas, por mensajes desde la Duma.
La reciprocidad
Es un hecho que militantes del Batallón Azov han violado los «códigos de guerra», tanto en la que comenzó en 2014 en el Donbass, como en la que Rusia ha ampliado este año con su invasión, y no solo con prisioneros, rebeldes prorrusos o rusos, sino contra civiles.
Todo apunta a que el otro bando no le ha ido a la zaga, en espera del resultado judicial de investigaciones en curso sobre las matanzas de Bucha, Irpin… e incluso con motivo del primer juicio en Kiev contra un soldado ruso acusado de matar a un civil en Summy. Amnesty International ha documentado ejecuciones sumarias de cautivos a manos de rebeldes profusos.
Ello no exime en ningún caso de responsabilidad a los milicianos del Batallón Azov, pero sí introduce un elemento a tener en cuenta: el de la reciprocidad. Kiev podría replicar aplicando sobre el papel –de iure, porque seguro que lo ha hecho y lo hace de facto– el mismo trato a prisioneros rusos.
El batallón, que recibe el nombre del mar de Azov, fue fundado precisamente en mayo de 2014 por el ultraderechista Andrei Biletski, en el contexto de la guerra del Donbass y al calor de la «revolución» del Maidan.
Biletski, elegido parlamentario por Kiev en 2014, se hizo famoso por defender las razias contra la comunidad gitana, importante en la Transcarpatia, fronteriza con Hungría.
Preso por «intento de asesinato», Biletski fue excarcelado en pleno Maidan junto con otros dirigentes de su neonazi Asamblea Social-Nacional y de su brazo paramilitar Patriotas de Ucrania, acusado de quemar hostales para inmigrantes.
Ambos grupos, sin olvidar a los hooligans del Dinamo de Kiev, formaron, junto con voluntarios ultraderechistas llegados de todas partes de Europa, y con el dinero de varios oligarcas ucranianos, el germen del Batallón Azov, inicialmente medio millar de voluntarios que frenaron la ofensiva de las milicias prorrusas en el Donbass en 2014 y reconquistaron precisamente la ciudad de Mariupol.
Esa «victoria» dio prestigio al batallón, cuyo estandarte nazi-alemán, el Wolfsangel (un ancla o trampa para lobos), y su ideología, la natsiokratia (puro fascismo corporativista) no impidió que fuera integrado en la Guardia Nacional, dependiente del Ministerio de Interior.
La suerte del Batallón Azov fue inversamente proporcional a la de sus impulsores políticos. Ucranianos no necesariamente neonazis o de derechas, e incluso algunos anarquistas –entre los que el sentimiento antisoviético-ruso es muy fuerte–, además de voluntarios internacionales de toda laya, han nutrido sus filas desde entonces, y también desde la invasión Biletski y los suyos no lograron representación en las elecciones legislativas de 2019.
Dos meses de resistencia
Independientemente del destino del Batallón Azov en manos de Rusia –les tienen muchas ganas, no solo porque frustraron sus planes iniciales en el Donbass, sino porque personifican la justificación antinazi de la «operación especial militar»– la rendición de Azovstal tras dos meses de resistencia podría incrementar su popularidad y agravar la impotencia del Gobierno de Kiev para desembarazarse de la presión fáctica de la ultraderecha ucraniana.
Otra cosa es el debate de quién ha alimentado más a la bestia. El Gobierno de Kiev y sus aliados occidentales, o Rusia con su agresión militar. Un debate que cruza este y otros conflictos de antigua, pero no remota, data, como el de Afganistán, la invasión rusa y el apoyo de la CIA a Al Qaeda.