El peso real de la UE, Ucrania y las paradojas postsoviéticas
Los pesos pesados de la Unión Europea, el alemán Olaf Scholz, el francés Emmanuel Macron y el italiano, Mario Draghi, visitan por primera vez Ucrania desde el inicio de la agresión militar rusa.
El presidente francés llega en medio del diluvio de críticas después de que estos días recordara que al final Ucrania tendrá que negociar con Rusia, una obviedad, y que la semana pasada insistiera en que no sería conveniente humillar a su presidente, Vladimir Putin.
El canciller alemán se ha convertido desde hace meses en el pimp-pam-pum tanto del embajador ucraniano en Berlín como del Gobierno de Kiev por sus reservas a la hora de implicarse militarmente en la guerra.
Tanto Scholz como el presidente alemán, Frank-Walter Stenmeier, pagan la herencia contemporizadora con Rusia tanto del Gabinete Merkel en el que fueron ministros como el de su propio partido (el SPD), la Ostpolitik, sin olvidar uno de sus principales efectos, la dependencia energética de Rusia.
A ello se suma el retraso y los problemas en el suministro de armamento pesado al Ejército ucraniano. La falta de munición y las averías de muchos de los carros antiaéreos Guepard prometidos pero aún no entregados a una Armada que depende totalmente de las armas occidentales para frenar la ofensiva rusa, ha dejado en evidencia el estado del arsenal militar germano.
Finalmente, el primer ministro italiano arriba a Kiev un día después de que Gazprom le haya cortado el 15% del suministro. Italia, que depende del gas ruso casi tanto como Alemania, se ha mantenido en segundo plano en lo que a retórica bélica se refiere. Por contra, el ministro de Exteriores, Luigi di Maio, presentó en abril una propuesta de negociaciones en cuatro fases que incluía un alto el fuego, la entrada de Ucrania en la UE –no en la OTAN–, un estatus de autonomía para Crimea y el Donbass y, finalmente, un acuerdo multilateral de paz y seguridad en Europa entre Occidente y Rusia.
El plan, más voluntarista que real, quedó en nada. Kiev vincula un alto el fuego con la previa retirada rusa de Ucrania y cuenta para ello con el sostén de EEUU, Gran Bretaña y de miembros de la UE que vivieron bajo dominio soviético (las repúblicas bálticas, Polonia...). Tampoco parece que Rusia fuera a estar dispuesta a renunciar a Crimea y a las provincias orientales de Donetsk y Lugansk, esta casi ya en sus manos.
Lo de la integración de Ucrania en la UE también tiene su aquel
Precisamente fue el propio Macron quien, con motivo del Día de Europa el pasado 9 de mayo, propuso la creación de una organización de cooperación en seguridad y energía más amplia que la UE y que permitiría acoger a países como Ucrania y Bosnia Herzegovina.
La idea de una «Comunidad Política Europea», en palabras del líder francés, fue saludada por Scholz, quien advirtió, eso sí, que esa nueva estructura no debería afectar a las demandas de adhesión, ya en curso, de otros países balcánicos.
Esta «UE ampliada» pero de segunda y que no supondría matemáticamente una antesala a la admisión como miembro de pleno derecho, se plantea como solución intermedia para países como Ucrania que, si se respetan plazos y procedimientos, tardaría años, cuando no decenios, en entrar en la UE, «en 2036» según el cálculo del ex primer ministro italiano Enrico Letta. Para entonces, y siguiendo la secuela actual de acontecimientos, con el neoimperialismo ruso y las nostalgias territoriales históricas de Polonia y Hungría sobre territorio hoy ucraniano (la Galitzia polaca y la Transcarpatia magiar), es posible que Ucrania ni siquiera existiera como Estado.
Kiev ya ha advertido de que no está dispuesto a asumir semejante solución de compromiso por Bruselas. Lo que no se atisba es que el Gobierno ucraniano esté en disposición de presionar a nadie en el actual estadio de la guerra, y menos a los pesos pesados de la UE.
Y aquí llegamos a uno de los nudos gordianos del problema: la debilidad de pensamiento estratégico de la Unión. Contra lo que pudiera parecer, la UE parece movida por un buenismo hipócrita, por una necesidad de escenificar su atención a las mejores causas –y la de un país hoy agredido como Ucrania entra en esos parámetros morales–, que le hace incapaz de hacer valer su posición.
Lo que le lleva a intentar no defraudar a algunos (Kiev) y a pasar a depender totalmente de otros, como EEUU en la actual crisis bélica y energética, pendiente como está de los suministros de gas natural licuado procedente del fracking a cambio de la energía rusa y de las ventas de armamento del complejo militar-industrial estadounidense. Y, lo que es peor, le deja sin margen alguno para aportar salidas a la crisis original, la del enfrentamiento en clave existencial entre Ucrania y Rusia o viceversa.
Algo parecido le ocurrió en el transcurso del desplome de la URSS, cuando había que repensar el futuro con una Rusia y con unas repúblicas soviéticas que se convertirían en independientes, sobre todo las bálticas, y unos países de Europa Central o oriental que se sacudirían el control de Moscú a través del Pacto de Varsovia.
Porque la idea de una «Comunidad Política Europea» no es de Macron sino de su antiguo predecesor, el socialista François Mitterrand, quien, en 1989 propuso la creación de un club ampliado de ese estilo para todo el este europeo.
Países como Polonia y Hungría rechazaron de plano esa propuesta. Hoy son un verdadero quebradero para la UE, además de un saco sin fondo de fondos europeos.
Y lo hicieron porque la propuesta de Mitterrand incluía a la futura Rusia en ese club europeo de seguridad.
El círculo se cierra y volvemos al principio. A las relaciones entre Europa occidental y Rusia. De esa Europa cuyos líderes están hoy en Kiev.