Baluchistán: tragarse a un pez mientras nada
Cuando se cumplen 75 años de la fundación de Pakistán, los baluches recuerdan que ya habían declarado su independencia y disfrutado de un Estado propio antes de ser ocupados por Islamabad.
Fue en una barbería al oeste de Londres durante la primavera de 2009. Colgando dentro de un marco sobre la pared, una noticia amarilleada recortada del The New York Times informaba de que Kalat (el antiguo reino que corresponde aproximadamente a la actual provincia pakistaní de Baluchistán) era un «Estado independiente y soberano desde el 12 de agosto de 1947».
Era justo dos días antes de que Pakistán declarara su fundación.
«Tuvimos un país, ¿sabe usted?», se adelantó el barbero a mi pregunta, mientras remataba la faena con su navaja. Resultó ser algo parco en palabras, aunque estas sobraban: el pequeño recorte de prensa que presidía su negocio era una prueba tan elocuente de la existencia de su pueblo como la libra palestina que Arafat solía enseñar para denunciar la ocupación de su tierra. Salvando las distancias, eso sí, porque, a diferencia de como ocurre con los palestinos, el resto mundo ni siquiera sabe que los baluches existen.
La retirada de los británicos del subcontinente indio en 1947 posibilitó que los baluches declararan un Estado propio durante siete meses, antes de ser este anexionado a Pakistán en marzo de 1948. Es una historia de manual: tras la retirada de la potencia colonial, el pez grande siempre se come al pequeño, desde el Sahara Occidental hasta la pequeña isla de Papúa. Irán había hecho lo propio con sus baluches en 1928, mientras que los de Afganistán nunca han sabido realmente quién mandaba en Kabul.
La tierra de los baluches es hoy un erial del tamaño de Francia dividido por las fronteras de tres de los países más convulsos del mundo. En cualquier caso, el tamaño tampoco parece importar. Con un 45% de la superficie de Pakistán, sigue siendo la provincia más grande del país, pero también la más despoblada, la que tiene las tasas más altas de analfabetismo y mortalidad infantil, la más castigada por la violencia, la más rica en recursos pero también esa en la que se cocina con estiércol de camello sobre una enorme reserva de gas. Es la miseria más atroz.