Dabid Lazkanoiturburu
Nazioartean espezializatutako erredaktorea / Redactor especializado en internacional

El Reino Unido se queda compuesto y sin reina, y con un futuro incierto

Traslado del féretro con los restos de Isabel II en  Westminster.
Traslado del féretro con los restos de Isabel II en Westminster. (Marco BERTORELLO | AFP)

El funeral de Estado de la reina Isabel II, en la abadía londinense de Westminster –con presencia de 2.000 líderes y dirigentes mundiales y seguido in situ y por televisión por cientos de millones de personas–; y su entierro en el castillo de Windsor, donde reposan los restos de su padre, Jorge VI, y de su marido, el duque de Edimburgo, ponen fin a 10 días de boato y pompas fúnebres tras su muerte el 8 de setiembre en su residencia del castillo escocés de Balmoral.

Los restos de Isabel Alexandra May (21 de abril de 1926), en un féretro cubierto de plomo para retrasar su deterioro, han sido paseados en periplo por la mitad del país y custodiados, venerados y visitados durante cinco días por cientos de miles de personas, que han hecho colas de horas y horas para acceder al Westminster Hall, la sala más antigua del Parlamento británico.

Cierto es que el reinado de Isabel II, 70 años (fue coronada en 1952) es el segundo más longevo de la historia y que es considerado casi o tan referencial como los de Isabel I (finales del siglo XVI)  y la reina Victoria (XIX), pero semejantes «fastos necrológicos» han generado, sin obviar las muestras de respeto y de congoja en buena parte de la sociedad inglesa, una sensación de saturación total. Y es que, lo quieran o no, ese intento de copar la atención, cuando menos occidental, no se corresponde ni de lejos con el peso real del Reino Unido en el mundo.

Ahí reside la explicación de tan larga despedida. Nada hay más humano que la sobrerrepresentación para tratar de disimular la propia debilidad.

Y es esa constatación, la de la nostalgia por tiempos pasados que no volverán, la que explica no solo lo que está pasando estos días sino muchas claves de la deriva británica.

Es el canto del cisne. Congelar el tiempo para evitar la llegada del día después, en el que ya no estará la mujer a la que, por circunstancias biográficas, tocó gestionar los estertores de un imperio –que forjaron sus predecesoras, Isabel I y –, y que, en parte por su propia habilidad, unida a una campaña de marketing incesante, ha logrado mantener, tensionada pero entera, la proyección del Reino Unido, tanto de cara al interior como al exterior.

Para cuando Isabel II accedió al trono tras la muerte de Jorge VI –quien a su vez asumió el cargo por la abdicación de su hermano y legítimo heredero, Eduardo VII, tras casarse con la «plebeya» y divorciada estadounidense Wallis Simpson, y coquetear con el nazismo–, el Reino Unido era ya una sombra de lo que fue.

En su cénit, el considerado por algunos único imperio realmente global, llegó a controlar uno de cada cuatro habitantes en el mundo y se extendía desde Canadá y las colonias americanas (EEUU tras la guerra de independencia en 1776), pasando por África y Oriente Medio, y hasta Nueva Zelanda y Australia.
 
El abuelo de Isabel II, Eduardo V, ya asistió a la independencia de la mayor parte de Irlanda en los años 20. Y es que, aunque no fueran conscientes de ello, el imperio salió tocado de la Gran Guerra.

Por de pronto, la dinastía borró sus molestos orígenes alemanes, Casa de Sajonia-Coburgo y Gotha, y cambió su nombre por la de los Windsor.

Tras la II Guerra Mundial, el hecho de que fuera nuevamente una de las potencias victoriosas no pudo ocultar ya lo inevitable. EEUU se había comido literalmente al imperio marítimo británico.

Desde entonces, su final fue un cúmulo de desastres. Lord Mountbatten, tío del duque de Edimburgo, marido de Isabel II hasta su muerte el año pasado, gestionó tan desastrosamente como virrey de India su independencia que la Partición dejó millones de muertos y una limpieza étnica apocalíptica. Luis Mountbatten moriría en un atentado del IRA en 1979 cuando pescaba en aguas del norte de Irlanda.

Ya con Isabel II como monarca, y entre 1956 y 2021, el Reino Unido perdía la mitad de sus posesiones, entre ellas Sudáfrica, Pakistán, y Ceilán (Sri Lanka), que obtuvieron su independencia y se convirtieron en repúblicas. Barbados ha sido el último en hacerlo.  

Gran Bretaña había tratado de frenar aquel año (1956) lo inevitable con el fallido intento de destronar al rais egipcio Nasser por la nacionalización del Canal de Suez. A cambio, perdió su hegemonía en Oriente Medio (en 1948, había traicionado a los palestinos reconociendo a Israel). Tras la independencia de Somalilandia en 1991 y la devolución de Hong Kong a China en 1997 se cerró el círculo. Solo le quedan Gibraltar y las Malvinas, escenario de una guerra en los ochenta contra Argentina.

En un intento de mantener un hilo imperial, una continuidad histórica, se había creado la Commonwealth (British Commonwealth of Nations, Mancomunidad Británica de Naciones).

Fue en 1921, con la firma del Tratado Anglo-Irlandés de 1921 –que daría la independencia al sur de Irlanda– cuando surgió ese término. En 1926, Declaración Balfour, y en 1931, Estatuto de Westminster, la corona británica reconocía el derecho de autodeterminación de antiguas colonias como Canadá, Australia y Nueva Zelanda.

La Commonwealth nació oficialmente en 1949, ya sin el epíteto de británica, y con la independiente India en su seno. Hoy agrupa a 54 países y a 2.000 millones de personas.

Pero la muerte de Isabel II, quien, no sin tensiones, logró preservar esa conexión, más que influencia, de Gran Bretaña con el mundo, apunta a un futuro incierto de la institución. Lo mismo ocurre con los 14 países que la reconocían como su jefa de Estado. El movimiento hacia la independencia total y el republicanismo en sus antiguas posesiones en el Caribe (Antigua y Barbuda, Jamaica...) parece imparable.

Se alimenta con el recuerdo de su criminal pasado colonial y con exigencias como las reparaciones por la esclavitud.

También los africanos tienen memoria y recuerdan la salvaje represión de la revuelta de los Mau Mau entre 1952, primer año del reinado de Isabel II, y 1960 en Kenia. O la guerra de Biafra (1967-1970), cuando Londres apoyó a la recién independizada Nigeria contra las ansias autodeterministas de la etnia igbo, en el sudeste del país africano.     

También en Sudáfrica las condolencias oficiales por la muerte de una reina que, tarde, reconoció la labor de Nelson Mandela, contrastan con la indiferencia, o desprecio, de buena parte de su población.

Más cerca en el ámbito cultural, mientras Australia y Canadá se escudan en que «ahora no toca», la Nueva Zelanda de Jacinta Ardern ha abierto el melón del debate republicano.

Los países de la Commonwealth tardaron hasta 2018 para decidir que el actual rey Carlos III asumiera la jefatura de la mancomunidad cuando muriera su madre. Y que la jefatura de Estado en esos 14 países cuyo titular vive en Londres y es monarca no es hereditaria.

Sin el dique de contención que ejercía Isabel II para conjurar un malestar latente y creciente y frenar lo que debería ser una consecuencia lógica, la certificación oficial del fin del imperio, todo apunta a que el príncipe heredero, 73 años, tiene un serio reto que puede complicar su reinado, si es que dura cuatro o cinco años.

Pero el reto del Reino Unido va más allá, o más acá, y tiene una peligrosa vertiente en clave interior. Pese a las imágenes de multitudes despidiéndola en las calles de Edimburgo, ya en junio pasado, solo el 45% de los escoceses apoyaba a la monarquía británica, que al fin y al cabo, ha sido siempre una «cuestión inglesa». Y más en una Escocia que fue anexada al Reino Unido hace «solo» tres siglos.

La reina suscitaba, eso sí, un consenso que ni los soberanistas del SNP se atrevieron a desafiar cuando en el referéndum de 2014 prometieron que, en caso de independencia, seguiría siendo jefa de Estado junto con la libra esterlina.

Pero su muerte no solo fragiliza la monarquía británica. Podría dar alas al independentismo en un segundo referéndum, sea pactado o unilateral.

Pese a que pasó parte de su juventud en Escocia, Carlos III es mucho menos popular y no concita consenso, como ha quedado evidenciado en las reprimidas protestas republicanas escocesas hasta en las puertas de Westminster.

Menos monárquica que su predecesor, Alex Salmond, la líder escocesa, Nicola Sturgeon, eligió un pasaje del Libro de Eclesiastés para leerlo ante el féretro en la catedral de St. Giles de Edimburgo. «Hay un tiempo para arrojar piedras y un tiempo para recogerlas; un tiempo para abrazarse y un tiempo para separarse».

Quien no necesita de referencias bíblicas para certificar su republicanismo es Sinn Féin, vencedor primera fuerza en las elecciones en el norte de Irlanda, y que si bien mostró sus sinceras condolencias por la muerte de la reina, ha estado y está ausente en los homenajes, tanto a sus restos como a su hijo. Anexada al Reino Unido hace cuatro siglos, los analistas auguran mayores expectativas de independencia a una Irlanda por fin unida son mayores a corto o medio plazo que a la propia Escocia.

Y es que aunque ambas han recibido un impulso por el Brexit, la existencia de una frontera con Gran Bretaña y el pulso que mantiene Londres contra el protocolo que garantiza que no hay frontera interior irlandesa hace mucho más viable el apoyo de la UE, del que Irlanda es miembro, al desgajamiento de uno de los miembros del Reino Unido.

Ahí llegamos al último nudo gordiano. El de la crisis británica, jalonada en los últimos tiempos por el Brexit, la pandemia y las crecientes protestas por la gravísima situación económica derivada de la escasez de recursos energéticos y alimenticios y la guerra de Ucrania,  que espera también, a partir de mañana, a la monarquía británica.

Dijo en 1962 el secretario de Estado de EEUU Dean Acheson que el Reino Unido había perdido un imperio pero no había encontrado un papel.

El día después de Isabel II puede hacer no ya que siga sin hallar su papel, sino que pierda el reino. Compuesto, sin reina y con un incierto futuro.