Dabid Lazkanoiturburu
Nazioartean espezializatutako erredaktorea / Redactor especializado en internacional

Un Nobel de la Paz con la invasión rusa de Ucrania y su aliado bielorruso en el punto de mira

La presidenta del Comité Noruego, Berit Reiss-Andersen.
La presidenta del Comité Noruego, Berit Reiss-Andersen. (Heiko JUNGE | AFP)

Esta vez no ha habido sorpresas. Las quinielas ya apuntaban que el Comité Noruego del Nobel podría premiar a personalidades u organizaciones relacionadas con la resistencia a la invasión rusa de Ucrania.

Había, sí, otras apuestas, como la de laurear a la Organización Mundial de la Salud (OMS), que lleva ya tres ediciones señalada por su labor en la «guerra» contra la pandemia, pero estaba claro que la guerra cruda, la de verdad y que sacude otra vez a Europa desde los noventa con la guerra de Bosnia, iba a estar en el centro de los debates en torno al galardón.

Al punto de que el propio presidente ucraniano, el mediático Volodimyr Zelensky, figuraba entre los favoritos para recibirlo.

Otorgar el Premio Nobel de la Paz al comandante en jefe de un ejército, el ucraniano, en guerra –independientemente del debate sobre su inicio y responsabilidades y de la opinión que nos merezca el personaje–, y que se presenta todos los días con una camiseta color caqui para arengar a sus tropas, habría supuesto una contradicción en origen, como la que supuso otorgárselo como una suerte de premio «de bienvenida» a Barack Obama en 2009, cuando llegó al poder.

Tras abandonarlo, en 2017, el primer presidente negro se convirtió en el único inquilino de la Casa Blanca en presidir sus dos mandatos sin un solo día sin guerra.

El exsecretario del premio Nobel de la Paz Geir Lundestad reconoció seis años en 2015 que ese premio fue un «error» porque la polémica consiguiente frustró su objetivo confeso, el de fortalecer la entonces esperanzadora figura del mandatario estadounidense.

Por contra, en esta edición del 2022, el Comité Noruego mantiene señala a la Rusia de Putin y su decisión de invadir Ucrania. Y lo hace en tres escenarios y dos planos, premiando el activismo civil en Ucrania, Rusia y Bielorrusia.

En primer lugar, premia al Centro para las Libertades Civiles (CCL, por su siglas en inglés) en Ucrania, surgido en 2007 para promover la democracia y la defensa de los derechos humanos en el país que sufre la invasión rusa,  y que durante estos meses ha trabajado para identificar y documentar los presuntos crímenes de guerra perpetrados por Rusia.

El CCL aboga desde su fundación por la incorporación de Ucrania al Tribunal Penal Internacional (TPI), para poder juzgar a sus responsables.

Comparte el premio la organización no gubernamental Memorial, que se significó a la hora de denunciar los crímenes de guerra rusos en las dos guerras chechenas y que habría hecho lo propio en Ucrania si no hubiera sido declarada «agente extranjero» y clausurada a finales de 2021.

Memorial fue fundada en 1987, en pleno declive soviético, por activistas como Andrei Sajarov, que ya había sido reconocido previamente con el premio Nobel de la Paz. Su objetivo fundacional fue documentar los crímenes de estado en la URSS, sobre todo en la época estalinista, para asegurarse de que las víctimas de la opresión y represión en nombre del comunismo nunca fueran olvidadas.

El Nobel de la Paz reconoce individualmente al activista bielorruso Ales Bialiatski, abogado que comenzó su activismo en la década de los ochenta y fundó en 1996 la organización «Viasna» como contrapeso a las tendencias autoritarias del régimen del «eterno» presidente Alexander Lukashenko.

Bialiatski estuvo ya preso entre 2011 y 2014, y fue encarcelado de nuevo tras la revuelta popular de 2020 en protesta por el pucherazo electoral de Lukashenko. Dos años después, le mantienen en prisión preventiva, por lo que es la cuarta persona reconocida con el Nobel mientras está presa, junto a la birmana Aung San Suu Kyi, el chino Liu Xiaobo y el alemán Carl von Ossietzky.

El galardón a Bialiatski, saludado por la líder opositora bielorrusa en el exilio, Svetlana Tijanovskaya, tiene como segundo y paralelo objetivo a Lukashenko, quien, tras unos años de difícil equilibrio entre sus guiños a Occidente y las presiones de Rusia para mantener a Bielorrusia («Rusia Blanca») bajo su férula, se ha entregado a Moscú para intentar blindar su supervivencia política y personal.

Y aquí llegamos al doble plano que cierra el círculo. El Comité Noruego apunta asimismo al único dirigente europeo que, aunque sea a regañadientes, apoya abiertamente las aspiraciones neoimperiales de Rusia.


La presidenta del Comité Noruego, Berit Reiss-Andersen, ha afirmado que el premio «no va contra nadie», y ha negado en declaraciones a los medios que sea un mensaje directo y un «regalo de cumpleaños» a Putin, que precisamente hoy cumple 70 años.

Reiss-Andersen ha concretado que «a lo que queremos referirnos con este premio» es a la condena de la represión de la disidencia en Bielorrusia y en Rusia, agudizada desde el inicio en febrero de la invasión en la vecina Ucrania.

Huelga decir que la OTAN, la UE y el presidente francés, Emmanuel Macron, han felicitado al Comité Nobel por su elección. Un día después de que el Kremlin llamara a consultas al embajador francés en Moscú Pierre Lévy para denunciar el suministro de armamento galo a Ucrania.

Mientras, el mismo día en que se anunciaba su galardón, un juzgado de Moscú abría un proceso contra Memorial para requisarle sus últimos locales.

Y Putin recibía los parabienes de las élites políticas, económicas y religiosas rusas. «Dios os ha puesto en el poder», loaba el patriarca ortodoxo Kirill al presidente ruso, quien tiene previsto presidir una cumbre informal de la Comunidad de Estados Independientes (sic), que agrupa a exrepúblicas soviéticas dependientes de Moscú.

Y de Ucrania le llegaba un «presente». El anuncio, por parte de las milicias pro-rusas de Donetsk de avances alrededor de la localidad de Bajmut en lo que, si se confirma sería la primera pequeña «buena nueva» para Putin tras mes y seis días de exitosa contraofensiva ucraniana.