La moraleja del segundo largometraje de Russell Crowe como director es la de que por mucho dinero que tengas no puedes comprarlo todo, porque hay valores intangibles que no cotizan en bolsa. Bien, pues de la misma manera es posible que el actor neozelandés sea muy afortunado en el juego y en el amor, pero desde luego no lo es en el arte cinematográfico, porque ni sabe escribir guiones, ni tampoco lo suyo es la dirección, y como compositor de canciones para la banda sonora tampoco se luce.
Y en lo interpretativo, que realmente debería ser lo suyo, no pasa por su mejor momento. Contaba con más margen en su anterior realización ‘El maestro del agua’ (2014), que al menos disponía del contexto histórico de la I Guerra Mundial y los estragos causados en Australia por la batalla de Gallipoli. En cambio, en su nuevo proyecto personal se dispersa mucho más y no acaba de centrarse en un género o en una intriga concretos.
No sé si será cuestión de divismo, pero las incoherencias que comete son fruto de malas y caprichosas decisiones. A sus 58 años presenta como amigo de la infancia al personaje encarnado por Liam Hemsworth, un actor de 32 años, caracterizado lamentablemente a fin de aparentar más edad. Pero lo que importa es que, más allá de las imágenes retrospectivas de sus inicios con las cartas, no se aprecia ninguna química entre el grupo de viejos amigos reunidos alrededor de una última partida, debido a que el anfitrión está aquejado de una enfermedad terminal.
De entrada se acoge a rituales chamánicos oficiados por el veterano actor australiano Jack Thompson, pero a alguien que se toma la vida como un juego y es un declarado ludópata no le funcionan. El excéntrico millonario prefiere despedirse a su estilo, dentro de su lujosa mansión, cuyos preciados bienes son codiciados por un grupo de asaltantes, y para mayor lío se suman a la fiesta la segunda mujer y la hija de su primer matrimonio. Y todo esto en apenas horas y media.