Cinco dudas sobre el coche eléctrico y una definición de retardismo
El impulso de la UE al coche eléctrico, materializado en el veto a los combustibles fósiles en coches y furgonetas a partir de 2035, obliga a preguntarse ciertas cosas sobre este modo de transporte que, pese a reducir de forma indiscutible las emisiones, lleva aparejados sus propios problemas.
Que el vehículo eléctrico está llamado a desempeñar un papel crucial en la descarbonización del transporte es algo difícilmente discutible. La UE ha decidido apostar fuerte por ello, y esta semana el Parlamento Europeo ha dado luz verde a prohibir la venta de coches y furgonetas de combustibles fósiles a partir de 2035.
El titular es impactante e implica una apuesta de envergadura. La letra pequeña, sin embargo, sugiere que el plan europeo pasa de forma casi exclusiva por la sustitución del diésel y la gasolina por vehículos eléctricos o, llegado el caso, de hidrógeno –pese a la propaganda, esta última tecnología no está desarrollada–. Este planteamiento choca con problemas de envergadura.
Una medida pertinente pero limitada
El reglamento aprobado tiene su límite más evidente en que está destinado solo a turismos y furgonetas. Camiones y autobuses quedan fuera. Teniendo en cuenta que el transporte de mercancías supone, en un territorio como la CAV, el 30% de las emisiones del transporte –al que cabe sumar autobuses y camiones de uso urbano–, es un buen pedazo del pastel el que se deja, de momento, sin tocar.
El transporte supone algo más de un tercio del total de emisiones de gases de efecto invernadero. En la CAV, es responsable del 70% del petróleo que se consume. Eliminar del parque móvil turismos y furgonetas –cuando se haga– reducirá las emisiones considerablemente, pero el transporte seguirá siendo una gran fuente de contaminación si no se hace más. La Comisión Europea ha propuesto que los nuevos autobuses urbanos sean también de cero emisiones a partir de 2030, y que los camiones nuevos reduzcan sus emisiones en un 90% para el año 2040. Pero de momento no es más que una propuesta que no está claro que sea siquiera viable.
Dos elementos que limitan el plan aprobado en Bruselas son su caracter parcial –deja fuera camiones y autobuses, responsables de cerca de un tercio de las emisiones– y su lenguaje algo tramposo: no existen las emisiones cero. Los combustibles fósiles siguen siendo necesarios tanto para fabricar los vehículos eléctricos como para producir la electricidad que consumen.
La transformación del modelo de transporte y la movilidad en general, clave en cualquier apuesta por rebajar de forma efectiva el impacto medioambiental del sector y que pasa irremediablemente por la reducción del parque móvil y el acortamiento de las distancias a recorrer por los bienes materiales, brillan por su ausencia en estas propuestas que tienen como único target la industria automovilística. Mover una tonelada de metal para transportar a una persona siempre será ineficiente, sea cual sea su tecnología.
El objetivo no parece pensar un modo de transporte racional y sostenible, sino facilitar a la potente industria automovilística una transición a la producción de vehículos sin combustibles fósiles, sosteniendo la fantasía de que el actual modelo de consumo va a ser posible en un mundo sin petróleo. El ponente de la norma, el neerlandés Jan Huitema, se encargó de expresarlo muy claramente: «Este reglamento impulsará la fabricación de vehículos de emisión cero o de baja emisión».
No existen las cero emisiones
Los combustibles fósiles siguen siendo imprescindibles en el proceso de fabricación de un vehículo. Por mucho que el vehículo que salga de la planta sea eléctrico, Volkswagen y Mercedes siguen requiriendo combustibles fósiles para fabricarlo. Y no hay planes al respecto. De igual modo, en la medida en que la mayoría de electricidad generada en Euskal Herria es de origen fósil –producida con gas–, el consumo de esa energía sigue generando emisiones de gases de efecto invernadero.
Según el International Council on Clean Transportation, abanderado del vehículo eléctrico, un coche de tamaño medio alimentado por una batería eléctrica de origen renovable genera entre 47 y 51 gramos de CO2 por kilómetro recorrido. Por supuesto, esto es mucho mejor que los vehículos actuales, que emiten casi 250 gramos de CO2/km. Pero hablar de cero emisiones es engañar. Cargar un vehículo eléctrico con el mix europeo actual –que incluye carbón y gas natural– implica emisiones de entre 76 y 83 gramos de CO2 por kilómetro.
¿De dónde va a salir tanta electricidad?
A nivel general, solo el 38,6% de la electricidad consumida en Europa en 2022 fue de origen renovable. En Hego Euskal Herria, el porcentaje bajó hasta el 28,4%. El resto de la electricidad producida generó emisiones de GEI directas. Al margen de los debates que genera, no está nada claro que el despliegue masivo de renovables que ya está en camino pueda producir toda la electricidad que se consume actualmente. Ni qué decir tiene que esto será mucho más complicado si se pretende electrificar todo el consumo de petróleo, que supone el 45,8% del consumo final energético en la CAV y el 42,5% en Nafarroa. La mera sustitución de energías fósiles por energías renovables es una fantasía que hay que dejar de alimentar urgentemente. Conviene escuchar a Joan Martinez-Alier y Antonio Valero al respecto.
En Europa, solo el 38,6% de la electricidad producida en 2022 fue renovable. Y solo cerca de un cuarto de la energía consumida fue eléctrica. La expansión del vehículo eléctrico implica producir muchísima más electricidad que la que se consume actualmente, y para ello, ahora mismo resultan indispensables los combustibles fósiles.
A nivel más concreto, la infraestructura eléctrica que requeriría una expansión semejante del vehículo eléctrico supondría llenar las calles de cargadores, ante la obviedad de que no todo el mundo tiene un garaje y de que la limitada autonomía de esta tecnología requiere cargas constantes. Supera la capacidad de este texto desmenuzar los gigavatios necesarios para alimentar un parque móvil eléctrico generalizado, pero solo logísticamente plantea dificultades sobre las que impera el silencio.
El peligro de aumentar la desigualdad
Parece más razonable pensar que el vehículo eléctrico se irá extendiendo, pero sin alcanzar la expansión de los actuales coches. La pregunta entonces es quién tendrá un turismo privado eléctrico. Se suele insistir en que el avance tecnológico y la ampliación de las escalas de producción irán abaratando los costes, pero de momento, comprar un coche de tamaño medio es bastante caro y apenas hay mercado de segunda mano. Mucho tienen que cambiar las cosas para que se abaraten, pero mientras, parece lógico pensar que podrán comprar un vehículo las rentas medias y, sobre todo, altas.
Dado el alto precio del vehículo eléctrico y la infraestructura que requiere, comprar un coche privado solo es posible para rentas medias y altas. Subvencionar este sector con potentes ayudas puede implicar una transferencia de dinero público a las rentas más acomodadas.
Esto es injusto y genera desigualdad por sí mismo, porque desemboca, literalmente, en una sociedad de dos velocidades. Pero hay que sumarle que esta expansión del vehículo eléctrico viene ayudada por subvenciones potentes que benefician a quien tiene el dinero y la infraestructura necesaria para plantearse la inversión, lo que corre el riesgo de derivar en una transferencia de dinero público a rentas medias y altas. Un ejemplo: el cargador privado está subvencionado en un 80% en Nafarroa, una ayuda que solo puede beneficiar a alguien con el nivel adquisitivo suficiente para comprarse un coche eléctrico y que cuente con un garaje propio.
Cuidado con los materiales necesarios
Prescindir –relativamente, como se ha visto– de los combustibles fósiles no significa que el vehículo eléctrico no requiera de multitud de materias primas. A menudo son escasas y generan problemas medioambientales, geopolíticos y sociales. Los límites de un planeta finito también funcionan para la industria del automóvil eléctrico.
La complejidad de los vehículos eléctricos implica el uso de hasta 24 elementos, muchos de ellos tierras raras o materiales críticos, como el litio y el cobalto. Una producción masiva tiene el riesgo de derivar en problemas medioambientales, geopolíticos, sociales y políticos.
Los trabajos de Alicia Valero son referenciales al respecto. Ha identificado hasta 24 materiales necesarios para los coches eléctricos, lo que le lleva a sugerir que, más que de economía verde, habría que hablar de economía multicolor, «ya que las nuevas tecnologías están empleando prácticamente toda la tabla periódica». Muchos de esos materiales son tierras raras –17 elementos concretos de la tabla periódica– cuyo suministro crítico está prácticamente monopolizado por China, lo que implica serios problemas de suministro. También se necesitan materias primas como el litio y el cobalto, imprescindibles para las baterías; son escasas, se producen en pocos lugares –Latinoamérica en el primer caso, el Congo en el segundo–, su coste es cada vez más elevado por la alta demanda y son fuente de potentes presiones tanto geopolíticas como sobre las comunidades locales. El riesgo de una nueva ronda neocolonial es real.
El ejemplo de manual de retardismo del PNV
Para acabar, las objeciones citadas no son una enmienda a la totalidad al vehículo eléctrico, sino un recordatorio de algunos de los problemas de un despliegue masivo como el que se plantea. Mucho menos es una crítica a la decisión de vetar la combustión fósil a partir de 2035. No es sino una pequeña parte de todo lo que hay que hacer para limitar el calentamiento global. De hecho, a principios de febrero, un artículo científico advirtió en “Nature” de que la meta de los 1,5ºC requiere que los países del Norte Global reduzcan sus emisiones un 50% más rápido.
En un alarde de retardismo, y pese a que la comunidad científica pide actuar más rápido, el PNV votó en contra de vetar del todo la venta de coches y furgonetas de combustibles fósiles para 2035, defendiendo dar más tiempo a una industria «totalmente comprometida con la transición climática».
Ante esta realidad, retrasar las decisiones, como defendió el PNV en el Parlamento Europeo al votar en contra, no hace sino agravar el calentamiento global. El discurso de la eurodiputada Izaskun Bilbao merece ser escuchado. Tilda de «utopía» el plan aprobado, califica la industria automovilística de «totalmente comprometida con la transición climática», hace suya la demanda de esa industria de reducir las emisiones en un 90% para 2035 –en vez de eliminarlas– y lo defiende en nombre del «objetivo de la neutralidad climática que todos compartimos». Si alguien se pregunta aún qué es retardismo, aquí tiene un ejemplo de libro.