Andoni Lubaki
Fotokazetaria / Fotoperiodista

Vuelven las colas del hambre a Kramatorsk

Kramatorsk, la ciudad cercana a Bajmut vive un crudo invierno por la proximidad del conflicto. Muchos de las personas que se niegan a abandonar sus hogares ven mermada su cesta de la compra por la carestía de los alimentos y de los productos básicos. Muchos aseguran que la situación es crítica.

 Cientos de personas hacen cola en la plaza del centro cultural de Kramatorsk para poder conseguir pan.
Cientos de personas hacen cola en la plaza del centro cultural de Kramatorsk para poder conseguir pan. (Andoni LUBAKI)

Hay un tipo de hielo negro que es invisible. Hace que incluso los locales acaben en el suelo. Se le llama así porque aparece sobre la carretera de brea o el pavimento de la acera, que es casi del mismo color. La plaza del centro cultural de Kramatorsk es literalmente una placa gigante de hielo negro. La temperatura exterior es de -14 grados. Pese a eso, la gente hace cola por toda la plaza y se agolpa a las puertas del Centro Cultural Kramatorsk, antaño uno de los centros musicales mas importantes del Donbass junto con el de la ciudad de Donetsk.

Todas las personas tienen que mostrar un pasaporte o un carnet de identidad para conseguir pan. En caso de vivir con más gente debe enseñar sus documentos, pero todos ellos tienen que vivir en la misma dirección que la persona que lo recoge por ellos. El pan, que viene envasado en plástico, es más blando que lo normal. Han cambiado la receta para que se conserve más tiempo. «Sabemos que muchos lo guardan durante toda la semana, hasta que vuelven a por más», dice Dmitryi, de 63 años y repartidor voluntario. No quiere dar su verdadero nombre por el miedo que impone la cercanía de las tropas rusas. «Yo me quedaré aquí hasta que pueda, si me pillan no quiero ser reconocido» asegura.

«En casa somos cinco, ahora vivimos en el sótano para protegernos de las bombas rusas. Mis dos hijos están en el frente, no me pueden decir dónde. Mi hija, en Polonia. Yo, de momento, me quedo aquí. Tengo a cargo a mi madre, que tiene casi 102 años pero es consciente de lo que pasa. Mi marido y su hermano también están en el mismo sótano», explica Valentina, 65 años, nada más salir de recoger el pan. «Mi marido, su hermano, su esposa y yo habíamos trabajado en la Unión Soviética. Mi marido fue militar, mi cuñado y su esposa, profesores de Primaria; y yo, enfermera. Por eso cuido yo de mi madre. Pero desde hace casi un año no recibimos de Moscú la pensión. Mis hijos no me pueden mandar dinero y mi hija intenta mandarme algo, pero es difícil porque los bancos no tienen siempre efectivo y no en todas las tiendas se puede pagar con tarjeta. Ahora mismo vivimos de los ahorros de toda una vida –asegura–. Vendimos el coche una semana antes de que los rusos invadieran el país. Ahora tengo que hacer cuatro kilómetros a pie para llegar a casa. Espero que todo esto pase pronto, yo solo quiero vivir en paz, esté quien esté», añade Valentina mientras emprende la marcha tirando de un carrito que hace crujir el hielo negro de la plaza.

La pobreza como arma de guerra

Desde que comenzó la invasión rusa, Moscú no ha abonado la jubilación a sus pensionistas que residían en Ucrania. Gran parte de los habitantes de la zona seguía manteniendo lazos estrechos con Rusia aun viviendo en Ucrania. Todos culpan a todos. Rusia está sancionada y no puede realizar ingresos en bancos extranjeros. Pero la mayoría de los pensionistas de la zona recibía el dinero en un cheque a través del sistema postal, que funcionaba muy bien entre los dos países.

Dmitryi cuenta que él recibía 60 euros de pensión y que había algunos jubilados que habían sido policías «que recibían 130 euros al cambio. Siempre andábamos mirando cuánto valía cada moneda, porque los rusos te mandaban la pensión en rublos, y aquí la retirábamos en hrivnas. Ahora, los que utilizábamos ese sistema, llevamos un año sin cobrar». «El Gobierno ucraniano tampoco ha ayudado más que en darnos limosna y alimentos una vez por semana de forma gratuita. La situación es crítica», subraya.

Las ciudades del Donbass, si bien grandes y desarrolladas, se encuentran bastante cerca unas de otras. La distancia entre Sloviansk y Kramatorsk se recorre en 20 minutos. Bajmut se encuentra a 35 minutos de Kramatorsk. Liman y Soledar también están a menos de una hora de la capital, Donetsk. Sin embargo, las distancias hacia el oeste son mayores. Se tardan tres horas y media en desplazade de Kramatorsk a Jarkov. Hasta Zaporiyia son necesarias unas seis horas. Desplazamientos todos ellos que hay que hacer por carreteras penosas, con baches tan grandes como estadios de fútbol y con varios puentes destruidos que obligan a sumar varios minutos más.

Eso, sin contar los controles militares que ralentizan la marcha, si no la prohiben. Todo esto, junto con la carestía del combustible en el Donbass, hace que la cesta básica se haya triplicado de precio. Nadie quiere llevar combustible en un camión y ser atacado por los rusos. Ya hay varios vehículos pesados que lo intentaron en la carretera de Izium a Kramatorsk. Los que se atreven lo hacen de noche, sin luces y cobrando un sobresueldo mayor que el propio sueldo.

Por poner una comparación, el sueldo medio en la zona en el año 2020 era de 420 euros al cambio (según la ONG ucraniana No Estáis Solos, que actúa en la ciudad dando asistencia a los más desfavorecidos). Entonces un litro de diésel costaba menos de 80 céntimos. El gas que venía de Rusia estaba a 20 céntimos. Hoy el poco gas que llega se utiliza para calentar las casas y el diésel llegó hasta los dos euros y medio (lo que sería como pagar algo más de 6 euros en el Estado español).

La pobreza, el hambre y el frío son enemigos a tener muy en cuenta en una guerra, que de prolongarse puede tener efectos aún más devastadores sobre los más débiles.