Kazetaria / Periodista

Ser rey de la jungla pakistaní

El detenido ex primer ministro Imran Khan
El detenido ex primer ministro Imran Khan (Aamir QURESHI | AFP)

Han sido relojes de lujo, perfumes, joyas, vajilla… «obsequios estatales» varios que, presuntamente, Imran Khan vendió durante su mandato como primer ministro de Pakistán. Ayer sábado, la policía arrestaba a la antigua estrella del cricket de 70 años en Lahore. Un tribunal lo ha sentenciado a tres años de prisión. Es la segunda vez que el líder de la oposición popular es detenido este año y parece que será la definitiva. Khan niega haber actuado mal y habla de un complot. Los cargos, asegura, tienen motivaciones políticas: esa condena podría acabar con sus posibilidades de participar en las elecciones nacionales que deben celebrarse antes de principios de noviembre. Ahí es donde más le duele.

Khan se convirtió en primer ministro del país en 2018 precisamente con el apoyo de un ejército que no daba respiro a la oposición a través continuas intimidaciones. El nuevo primer ministro cumpliría su parte condenando las propuestas de ley para la protección de las mujeres, faltando a su promesa de revisar las leyes contra la blasfemia y, sobre todo, defendiendo el presupuesto elefantiásico del ejército. Ahí es donde acaba su misión y empieza a pensar por sí mismo. De hecho, muchos interpretan el proceso judicial como una conclusión inevitable a sus esfuerzos por hacer frente al establishment pakistaní que pilotan los generales desde la fundación del país en 1947. Y es que Khan ha sido el vigésimo noveno primer ministro en la historia de Pakistán y, al igual que todos sus antecesores, tampoco ha completado su mandato de cinco años. Es lo que ocurre cuando pierdes la confianza de los generales. Insistimos: es esa confederación de las Fuerzas Armadas y las agencias la que conforma el Estado profundo pakistaní. Ellos son los que mandan.

 ¿Podría ser de otra manera? Seguramente sí, pero eso significaría la desintegración de un país, Pakistán, cuya propia naturaleza lo incapacita para convertirse nunca en un Estado democrático, o tan siquiera funcional. Resulta bastante metafórico que deba su nombre a la imaginación calenturienta de un  estudiante punyabí que estudiaba en Cambridge en los años 30 («Pakistán» significa «la tierra de los puros). Se trataba de segregar, de separar a los «limpios» a los «más puros», los musulmanes, del resto, algo que sintonizaba con un ideario fascista que también prendió entre las clases más privilegiadas del subcontinente. Tras la retirada de Londres en 1947, a Punyab solo le quedaba rescatar de un cajón el antiguo manual de instrucciones de la administración colonial británico y reactivarlo sin saltarse una línea. Ellos son el nuevo poder colonial.

Frente a la rotundidad y a la coherencia cartográfica con la que se presentaría India sobre el mapa, Pakistán era como un accidente, algo tan aleatorio como los salpicones de sangre sobre el delantal de un matarife tras la faena. Carecía de una forma reconocible y, por si fuera poco, contaba con un exclave, Bangladesh, desconectado a dos mil kilómetros de distancia. Lo que se dio en llamar «Pakistán oriental» se separará tras un baño de sangre en 1971. Sigamos. Solo una minoría habla el urdú, la lengua nacional. Pastunes, baluches, sindis y el resto de las minorías son ciudadanos de segunda en un país cuyas fronteras del país están disputadas por sus vecinos: desde China hasta Irán y desde Afganistán hasta, por supuesto, India.

Probablemente, la mayor seña de identidad de Pakistán sea la de su propia crisis de identidad. ¿Qué significa realmente «Pakistán»? ¿Son sus habitantes musulmanes en primer lugar y sindis, punyabíes, pastunes o lo que sea después? ¿Son simplemente pakistaníes frente a todo lo demás? ¿Cómo se define la política exterior de un Estado que combina herramientas diplomáticas con el apoyo a grupos de todo el espectro islamista? Y luego está la obsesión de los militares de esculpir la identidad nacional a la defensiva (de India). Nada aísla más al país. No obstante, la élite política también es en parte responsable de esa falta de cohesión endémica de Pakistán. Recuerda Ahmed Rashid que los principales partidos políticos se asemejan más a dinastías que a instituciones democráticas, que rara vez han ofrecido alternativas de modernización que pudieran reformar la economía o la sociedad.

«Una sociedad civilizada es donde todos son iguales ante la ley, pero en Pakistán, hemos tenido la ley de la jungla desde el principio», declaraba Khan, tras hacerse público el fallo que lo condenaba a prisión. Como si fuera una sorpresa para él o para nadie. Como si hubiera alguna otra forma de gobernar esa jungla sin quemarla.