Karlos Zurutuza

Un Corán mueve sus alas en Suecia y arde una iglesia en Pakistán

Los últimos ataques contra la minoría cristiana de Pakistán recuerdan el acoso que sufre esta comunidad en un país levantado sobre el islam y hoy enjaulado en su propia intolerancia religiosa.

Un domingo más en la iglesia católica del Sagrado Corazón de Quetta, Pakistán.
Un domingo más en la iglesia católica del Sagrado Corazón de Quetta, Pakistán. (Karlos ZURUTUZA)

Un grupo de exaltados vandalizó el pasado miércoles ocho iglesias en Faisalabad, un distrito mayoritariamente cristiano al este de Punyab. «Mahoma, estoy a tu servicio», se repetía, mientras se destruían imágenes y se rociaban los templos con queroseno. Supuestamente, una familia cristiana local habría «desacralizado un Corán». Los vídeos que llegan desde Suecia en los que se quema y patea el libro sagrado del islam calientan aún más los ánimos. No era, ni mucho menos, el primero de los ataques que sufre la minoría religiosa más extensa del país.
 
Los cristianos suman unos tres millones de los 230 que viven hoy en Pakistán. Si bien los primeros en llegar fueron los jesuitas durante la dominación de los mongoles, la entrada más importante se produjo con los británicos en los siglos XVIII y XIX. La fe prendió descontrolada entre aquella sociedad de castas: los de las de arriba no le vieron ninguna ventaja a lo de convertirse; para los de las más bajas, era la única vía de escape a un sistema al que los niños llegan marcados ya desde el feto. Hoy pocos optarán por convertirse. Las amenazas contra la comunidad cristiana de Pakistán comenzaron con la invasión de Afganistán en 2001: los talibanes les acusaban de destruir a su pueblo, precisamente lo mismo de lo que se acusaba a los cristianos iraquíes tras la invasión del país en 2003. Todos eran «colaboradores de Occidente».

Kiyya Baloch, un periodista y analista paquistaní hoy en el exilio, recordaba para NAIZ el sufrimiento de los cristianos paquistaníes cada vez que se produce un incidente anti-islámico en la Unión Europea. «Ser musulmán sunita te hace poderoso y te da una profunda sensación de ser un paquistaní extraordinario: puedes evadir impuestos, robar electricidad a un vecino, subir el precio de los alimentos durante la festividad musulmana del Ramadán, tirar basura en la calle (especialmente durante la festividad de Eid al-Fitr), bloquear carreteras o incluso destrozar la propiedad de tus compatriotas para protestar contra la profanación del Corán en Europa», explicaba el experto.

Acciones impunes

En 2023, Pakistán ocupa el número siete —tras Nigeria y por delante de Irán y Afganistán— en la lista los cincuenta países donde más se persigue el cristianismo que elabora Open Doors Watch. La presión se siente especialmente en esa infinidad de pueblos y aldeas cristianas en el corazón de Punyab, y también entre la numerosa comunidad en Peshawar, el bastión pastún del noroeste del país.

En realidad, cada ciudad paquistaní tiene un área donde residen tradicionalmente los cristianos, pero su número mengua irremisiblemente: se les quema vivos a plena luz del día, se les descuartiza o, simplemente, se les secuestra para cobrar un rescate. Son acciones que no solo resultan impunes, sino que la propia Policía se encarga de arrestar a miembros de esta comunidad bajo acusaciones que rara vez quedan probadas. «Blasfemia» es una palabra-comodín cuando se trata de justificar el acoso en esta parte del mundo.

Las leyes de la blasfemia datan de 1860 (durante mandato británico) y, en origen, eran aplicables a todas las religiones. Interrumpir un ritual, ofender cualquier credo o profanar objetos o lugares sagrados, los que fueran, se consideraba un crimen penado por la ley. Fue en 1980 cuando la ley se modificó para proteger exclusivamente al islam; desde entonces, se ha convertido en el azote de todo aquel que se atreva a desafiar la ortodoxia religiosa imperante en el país.

Sentencia de muerte

Uno de los casos más conocidos fue el de Asia Bibi, una campesina de Punyab que se vio envuelta en una discusión con un grupo de mujeres musulmanas que la acusaban de haber bebido del mismo cuenco de agua que ellas. Tras ser acusada de blasfemia, Bibi fue llevada a prisión y condenada a muerte en noviembre de 2010. Mientras esperaba su ejecución, su familia permanecía en paradero desconocido tras recibir numerosas amenazas de muerte.

El caso tuvo una repercusión internacional lo suficientemente grande como para que se le acabara conmutando la pena en 2018. Tras pasar ocho años en prisión, Bibi consiguió llegar a Canadá en 2019, y reside allí desde entonces. Su caso no es más que uno entre miles denunciados por organizaciones como Human Rights Watch o Amnistía Internacional.

Como el de Salman Tassir, asesinado tras visitar a Bibi en prisión y expresar públicamente su opinión sobre las leyes de la blasfemia en Pakistán. O Shahbaz Bhatti, cabeza del Ministerio Federal para las Minorías, que también fue asesinado por el mismo motivo. O Junaid Hafeez, quien cumplió cinco años de prisión en aislamiento antes de ser ejecutado en diciembre de 2020 por difundir «contenidos blasfemos» on line.

Medio centenar de pakistaníes esperan hoy en el corredor de la muerte por cargos similares. La sensación de que cualquiera puede dictar sentencia. En la primavera de 2021, el pecado de Salim Masih, un chaval de 22 años, fue refrescarse en un depósito de agua que pertenecía a un conocido terrateniente punyabí. Tras acusarlo de contaminar el agua, una turba lo torturó salvajemente hasta la muerte. A menudo, basta con que sepan dónde vives. Se dan casos de familias que reciben misivas en las que se les da un plazo de diez días para abrazar el islam. Los que optan por quedarse sin convertirse, lo pagan con la vida.

Cuando Mohamad Alí Jinnah fundó Pakistán en 1947, esa raya blanca vertical en su bandera representaba a las minorías no musulmanas que aquel Estado levantado por y para los musulmanes debía proteger. Es más bien lo contrario.