Pello Guerra

Una ciudad «triste y sombría» o «linda y muy limpia», la visión viajera de la Iruñea del XIX

Durante el siglo XIX, los viajeros ilustrados que se acercaron a Iruñea y pusieron por escrito la impresión que les causó la capital navarra oscilan entre los que la califican de ciudad «triste y sombría» y para quienes es «linda y muy limpia».

Grabado francés de Iruñea realizado en los años 20 del siglo XIX.
Grabado francés de Iruñea realizado en los años 20 del siglo XIX. (MUSEO ZUMALAKARREGI)

Una ciudad «triste y sombría» o «linda y muy limpia», así de oscilantes son los calificativos que dedican a la Iruñea del siglo XIX los viajeros ilustrados que se acercaron a la ciudad durante esa centuria y pusieron por escrito la impresión que les causó.

Esos juicios a vuela pluma se centran en una urbe que durante ese siglo osciló entre los 14.000 y los 30.000 habitantes, con altibajos a consecuencia de las guerras carlistas, y fueron recogidos por José María Iribarren en su obra ‘Pamplona y los viajeros de otros siglos’.

Uno de los primeros en visitar la capital navarra durante esa centuria fue el arqueólogo francés Alejandro de Laborde. Lo hizo hacia 1800 y dice que «es de calles estrechas, mal edificada, pero se conservan con la mayor limpieza. Sus edificios públicos no presentan nada de notable». Añade que «la ciudad es muy triste, sin diversiones, sin sociedad y sin ningún tipo de atractivos, lo que se atribuye a la severidad de su Policía. Los hombres se pasan el tiempo en los cafés, pero las mujeres no pueden entrar en ellos después de la puesta del sol».

No se llevó mejor impresión un soldado francés que estuvo en Iruñea en 1813, durante la ocupación napoleónica, y de la que señala que «a primera vista, yo creí que la mayoría de las casas eran conventos o prisiones. Las rejas y celosías que cerraban todas las ventanas y el aire sombrío de los pocos habitantes que encontramos a nuestro paso por las calles anunciaban que allí reinaban la superstición, el fanatismo y la esclavitud».

Iruñea en 1813, con unas cúpulas en sus iglesias que recuerdan a Moscú, en un grabado de Edward Hawke Locker. (KOLDO MITXELENA KULTURUNEA)

Casi veinte años más tarde, otro francés, en este caso el viajero Henri Cornille, también la calificaba de «bastante triste y monótona». Una impresión que empeoró a causa del incidente que tuvo con un carabinero de las aduanas iruindarras. Cornille denunciaba que en esos controles se vigilaban más los libros que el contrabando de mercancías, de tal manera que «el viajero tiene que exhibir su biblioteca para someterla al registro de esta inquisición estúpida». El carabinero le confiscó el libro ‘Las aventuras de Telémaco, hijo de Ulises’ por considerarlo peligroso. El francés fue detenido y conducido ante el virrey, quien al ver de qué obra se trataba, le puso en libertad.

«Iglesias brillantes de oro»

En 1840, el que se acercó a la capital navarra fue el escritor italiano Carlos Dembowski, quien parece visitar una urbe bien distinta, ya que señala que Iruñea es «una linda ciudad» con «bellas y numerosas iglesias brillantes de oro, conventos magníficos, una plaza espaciosa, que sirve, en caso necesario, de ruedo a los toreros». También destaca «las calles bordeadas unas veces de palacios que parecen fortalezas, otras de casitas cuya modesta apariencia contrasta con el lujo de los escudos que decoran frecuentemente sus entradas».

Tal vez era consecuencia de que la veía con otros ojos, ya que en 1845, de nuevo un francés, en este caso el caballero F. Laurent, insiste en la visión de sus predecesores, aunque con algunos matices. Por un lado, señala que es «la ciudad de la historia, la orgullosa ciudad guerrera», y también «de la hospitalidad», aunque posteriormente retoma el discurso habitual de «tan triste y tan clave, tan monótona y tan adusta, cuyas calles, en su mayoría estrechas y tortuosas, tienen algo de sombrías, de medievales, que entristece a primera vista».

Grabado de la Taconera de finales del siglo XIX de J. Passos. (MUSEO ZUMALAKARREGI)

El agua «deliciosa» de Subiza

Esa estampa tal vez dependía del día, o al menos esa impresión le causó en 1850 a Emile Begin, médico, literato y arqueólogo francés, quien dice de Iruñea que «la regularidad de sus casas, balcones y rejas le dan un aspecto monótono» que solo se rompe «en un día de procesión». Como dato curioso, califica de «deliciosa» el agua traída de Subiza por el acueducto de Ventura Rodríguez.

Hacia 1856 o 1858, visitó la ciudad Justin Cenac-Moncaut, literato, historiador y arqueólogo francés, quien califica de «pesada» la fachada del Ayuntamiento, aunque se llevó una mejor impresión del paseo de la Taconera, que ensalza como los Campos Eliseos de los iruindarras. A ese lugar acude «la población entera» tras el cierre de las tiendas y las oficinas, desde los soldados de la guarnición, «hasta los curas, muy poco ocupados, de las numerosas iglesias». Añade que «los concurrentes se pasean, se aprietan, se codean bulliciosamente, bajo los árboles frondosos, iluminados a la veneciana».

El que mejor impresión se llevó fue el anticuario parisino François Saint Maur, que se acercó en 1862 a Iruñea y sobre la que asegura que «más de un municipio francés podría ir a tomar lecciones de administración y de urbanismo». Además, alaba la cortesía de los funcionarios y el alumbrado de gas que ilumina las calles.

Lo que sí concita un general rechazo es la fachada de la catedral realizada por Ventura Rodríguez en el siglo XVIII. Una de las numerosas voces que la critican sin paliativos es la del arquitecto inglés George Edmund Street, que señala sobre ella que es una «desdichada composición pagana, en completo desacuerdo con el resto del edificio». El escritor Víctor Hugo no se anduvo con chiquitas y, tras su visita de 1843, la califica de «horrible máscara», para añadir «¡Qué orejas de burro esos dos campanarios!».

Pórtico de la sala preciosa del claustro de la catedral de Iruñea en 1850, por Genaro Pérez de Villa Amil. (KOLDO MITXELENA KULTURUNEA)

Pero si la fachada horroriza, en el extremo opuesto se sitúa el claustro gótico, para que el que no faltan elogios y sobre el que el inglés Street señala que le parece «una obra encantadora por todos los conceptos» y «uno de los más sorprendentes y admirables de su época». En la misma línea, Hugo lo considera «uno de los más hermosos claustros que haya visto en mi vida».

En 1866 pasó por Iruñea el viajero francés Eugène Poitou, quien señala de la plaza del Castillo, entonces de la Constitución, que «carece de carácter». En cambio, destaca que en las calles del interior de la ciudad se encuentran «algunas de aquellas altas y macizas casas del siglo XV, edificadas en granito y ladrillos, con puertas de roble claveteadas en bronce, de aleros saledizos y anchos escudos sobre el zaguán». Aunque añade que «es suficiente una mañana para ver la ciudad».

Sobre sus habitantes, indica que «todas las mujeres van con mantilla y los campesinos usan sombreros en punta o gorras de piel de oveja», y que los ciegos cantan en las calles «acompañándose con la guitarra», aunque «no se ven vagabundos y mendigos que asalten y persigan al viajero». En general, califica a los iruindarras de «benévolos y hospitalarios, y de una noble y franca dignidad». Y muestra su sorpresa porque por dos veces ha visto rechazada su propina.

El que no ahorra calificativos elogiosos dedicados a Iruñea es el escritor madrileño Julio Nombela Tabares, quien la consideró en 1867 una «tacita de plata». Alaba la limpieza de la ciudad «hasta en las calles más extraviadas» y «el silencio, el reposo y la soledad» que ofrece.

La plaza del Castillo en 1868, por Letre. (KOLDO MITXELENA KULTURUNEA)

La falta de sociedad entre hombres y mujeres

A Nombela le llama la atención la separación de sexos y «la falta de sociedad y la escasez de reuniones entre hombres y mujeres resulta lamentable». Añade que de estas circunstancias «se quejan con razón las bellas pamplonesas» y critica a los varones de la ciudad por no apreciarlas «tanto como merecen obedeciendo a un mal entendido sentimiento de independencia que les hace vivir completamente alejados de ellas».

En cambio, al escritor francés Louis Landele le impactó en 1877 que «la instrucción primaria es excelente» y que «casi los dos cuartos de los naturales saben leer». Eso sí, acto seguido se destapa con un sorprendente «no se ha hallado aún entre los navarros un solo poeta que cantara sus glorias y tradiciones; no tienen escritor, ni artista, ni músico, ni pintor, ni escultor».

Por esas mismas fechas, al viajero inglés Henry Russell Iruñea le resultó «barata, pero los hoteles son malos. Es una ciudad bien construida, pero no demasiado bien fortificada».

También pasó por la ciudad ese año el periodista catalán Juan Mañé y Flaquer, al que la fachada del Ayuntamiento le parece «poco recomendable», mientras se deshace en elogios con el cercano Mercado, al que califica de «palacio encantado» por «el buen orden que allí reina».

Vista general de Iruñea de 1846, tomada al daguerrotipo. (MUSEO ZUMALAKARREGI)