Dabid Lazkanoiturburu
Nazioartean espezializatutako erredaktorea / Redactor especializado en internacional

Los imponderables de Putin

Navalni ha muerto. Perseguido durante años, y no precisamente por su condición xenóboba o pan-rusa –lo último que molestaba al Kremlin–, engrosaba la lista de opositores prisioneros. Se suma a la no menos larga de los que se atrevieron a desafiar a Putin y han muerto. Demasiados imponderables.

El inquilino del Kremlin ayer, en un acto en Chelyabinsk.
El inquilino del Kremlin ayer, en un acto en Chelyabinsk. ( ALEXANDER RYUMIN | AFP)

Los imponderables existen, y se dan, en la vida. Hay gente a la que le cae una teja o un árbol o que se muere de un ataque o una trombosis, como apunta la versión oficial del Kremlin sobre el ‘deceso’ de Navalni, a los 47 años. La edad que tenía el opositor ruso.

Hay imponderables que se vuelven más posibles si castigas a un preso trasladándolo a una prisión en el Ártico, en pleno invierno, y en un régimen especial que incluye aislamiento y unas condiciones de vida muy duras. Una versión ‘moderna’ del sistema de gulags, que inauguró la Rusia zarista y que, malditas paradojas histórico-políticas, perfeccionó la Rusia soviética, sobre todo de la mano de Stalin.

El propio Navalni denunciaba hace días que «la celda de castigo es un lugar muy frío» y aseguraba que los presos se cubrían con periódicos para no congelarse.

Es posible no creerse las que habrían sido las últimas declaraciones de Navalni con vida. Como es posible, en Rusia y más acá, tildar de «antirrusas» o «contrarrevolucionarias» las denuncias del estalinismo.

Lo que no es posible es negar el ensañamiento del Kremlin para con quien se atrevió desde las redes sociales a desafiar a Putin y que, tras las protestas por fraude electoral en las elecciones de 2012, se presentó a la alcaldía de Moscú y se atrevió a disputarlas, con casi un 28% de votos, al oficialista Sergei Sobianin.

Desde entonces no conoció más que detenciones, juicios y prisión con períodos de libertad condicional como el que en 2020 acabó en un hospital de Berlín, que certificó su envenenamiento con un agente nervioso, Nivochok, empleado en su día para acabar con la vida de los espías del FSB huidos a Occidente Aleksandr Litvinenko o Sergei Skripal.

Navalni sigue la estela de Mijail Jodorkovski, un joven del Komsomol (juventudes del PCUS) que se hizo multimillonario con las criminales privatizaciones de las riquezas energéticas y mineras rusas y que, tras atreverse a desafiar a Putin, estuvo prisionero en Siberia (finalmente pudo pagar su exilio) y de Boris Nemtsov, político de la derecha liberal y en su día alto cargo con el infausto presidente Boris Yeltsin que murió en un atentado en 2015 a las puertas del Kremlin.

Es posible, y de hecho se ha hecho, minimizar o poner en tela de juicio las injusticias que estos sufrieron apelando a su para muchos criticable condición política.

Tampoco Navalni era trigo limpio. Expulsado de la formación Yabloko por xenófobo, ocultaba a duras penas su nostalgia pan-rusa. Atributo, por otro lado, extensible no solo a su rival, Putin, sino a buena parte de la sociedad rusa, que suple con la mistificación de un pasado que nunca fue la realidad de un presente que sí es, y no precisamente muy glorioso.

Pero eso no quita que haya que denunciar su muerte (el régimen penitenciario es siempre, aquí y allá, responsable de la suerte de los presos), exigir, a sabiendas de que no va a ninguna parte, que se esclarezcan las circunstancias, y llamar la atención sobre los imponderables que llevan a todos los que se oponen a Putin, a la cárcel, a la tumba, o a acabar entre los restos de un avión siniestrado, como el jefe de los mercenarios de la Wagner, Yevgeni Prigozhin.

El hecho de que lo hagan, prácticamente al unísono, todas las cancillerías occidentales, ni pone ni quita ni razón. Porque los imponderables no existen para Putin. Y nadie lo sabe mejor que su propio entorno.