Jerusalén Este: Ocupación y desarraigo forzado
En Jerusalén se conjugan las múltiples estrategias represivas de la ocupación israelí. La prohibición de símbolos, la ocupación de viviendas, la falta de permisos de construcción, el robo de tierras y la restricción de movimientos buscan generar en los palestinos un desarraigo de su territorio.
En las angostas calles de la Ciudad Vieja de Jerusalén, en sus callejones milenarios donde los negocios para los escasos turistas mantienen aún las puertas abiertas, la ocupación israelí continúa afianzándose en el imaginario y en el relato oficial de una urbe que está dividida entre palestinos e israelíes, una ciudad donde, se dice, «conviven» históricamente las tres religiones; ese vieja y caduca narrativa de que en esta tierra, y en esta ciudad en particular, lo que hay es un conflicto religioso, que trata de esconder la realidad de una urbe dividida entre un Estado ocupante, Israel, y una población sometida, la palestina.
Banderas y ocupación
En medio del mar de banderas israelíes, algunas otras enseñas ondean en la Ciudad Vieja y en el resto de Jerusalén, la bandera palestina no se ve. Las autoridades israelíes la han prohibido en toda Jerusalén, incluido el este, donde reside la mayoría de los más de 300.000 palestinos con ciudadanía israelí que viven en la ciudad, que es la capital de facto y totalmente controlada desde 1967 por el Estado de Israel.
A principio de 2023, el ultraderechista y supremacista ministro israelí de Seguridad, Itamar Ben Gvir, prohibió que la bandera palestina fuera desplegada en lugares públicos de todo el Estado de Israel. Pero no es la primera vez que el ocupante ha prohibido la enseña de Palestina, cuyo diseño fue tomado de las banderas de la Rebelión Árabe contra el Imperio otomano. La bandera, símbolo de la resistencia, de la identidad y de la unidad del pueblo palestino, fue prohibida en todos los territorios ocupados militarmente de la Franja de Gaza y de Cisjordania. Y desde 1980, en los territorios dentro de la llamada «línea verde».
No sería hasta 1993, después de los Acuerdos de Oslo, cuando la bandera palestina sería de nuevo permitida. Pero esto no fue así por mucho tiempo. Lo que se cumplió de los Acuerdos de Oslo acabó desmoronándose, dando cabida a más represión.
En la memoria de muchos quedarán las escenas del entierro de la periodista palestina Shireen Abu Akhle, cuando fuerzas de seguridad israelíes intentaban arrebatar las banderas palestinas que portaban los asistentes con tal violencia que a punto estuvieron de hacer caer el féretro con el cuerpo de la periodista con ciudadanía israelí, a la que el Ejército mató en Jenin mientras informaba de una operación militar en el campo de refugiados de Jenín ataviada con un chaleco con distintivos que le identificaban como «prensa».
Por contra, algunas tiendas de israelíes, en la Ciudad Vieja, además de su enseña, exponen para su venta camisetas y demás artilugios en los que reivindican el poderío y el dominio israelí sobre Palestina.
Demoliendo el hogar
Las banderas israelíes ondean también en las casas palestinas ocupadas por colonos israelíes en la sección árabe de la Ciudad Vieja. Algunas veces son tomadas por la fuerza con protección policial en base demandas «legales» de reclamación de la tierra posteriores a la fundación del Estado de Israel y otras, bajo aparentes compras legales por corporaciones israelíes, que las adquieren a precios inflados. Es una situación que se ha venido repitiendo por décadas alrededor de toda Jerusalén Este.
Recientemente, el Gobierno de Benjamin Netanyahu ha aprobado apropiarse de más de 12.700 kilómetros cuadrados en la Cisjordania ocupada. La mayor expropiación de tierra palestina en los últimos 30 años. Solo este año, el Estado de Israel ha confiscado más de 23.000 kilómetros cuadrados de tierra palestina. Al declararla tierra estatal, Israel impide la propiedad palestina sobre ella y abre la puerta a que sea dada en concesión a los colonos israelíes.
Las demoliciones de las casas, por parte del Ejecutivo local israelí en esta parte de la ciudad sí que se han incrementado de forma importante. Solo en 2024, se han derribado 92 casas de palestinos –con ciudadanía israelí– en Jerusalén Este, según datos de la Organización de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA).
La última ocurrió en el barrio de Silwan, donde funcionarios del Ayuntamiento y la Policía demolieron un apartamento con el argumento de que incumplía permisos de construcción. La falta de autorizaciones para la construcción de viviendas que otorga el Consistorio jerosimilitano a los palestinos ha hecho que su arraigo, al carecer de vivienda, sea cada vez más difícil, y se convierte en otra excusa para la expropiación y la destrucción de edificios palestinos, lo que es una clara violación al derecho internacional humanitario.
Aunque este año se ha registrado un incremento con respecto a años anteriores, no es práctica nueva; de hecho, son ya décadas llevándose a cabo en todos los territorios palestinos ocupados y va de la mano con otras estrategias de represión aplicadas por el Estado de Israel.
Presencia militar, restricciones e hipervigilancia
La presencia militar y de civiles israelíes armados es tan omnipresente como las cámaras de seguridad en todas las zonas de Jerusalén, incluidos el Este y la Ciudad Vieja, donde para poner una nueva cámara o reparar alguna, tiene que estar presente la Policía israelí, que va fuertemente armada con fusiles de asalto.
Muchas de estas cámaras cuentan con tecnología de reconocimiento facial. Pero también se recurre a las viejas y tradicionales prácticas que se utilizan: detener e identificar a ciudadanos e individuos por su apariencia.
Dos grandes casetas de la Policía israelí custodian la plaza de la puerta de Damasco, entrada a la Ciudad Vieja y a la sección palestina. En esta pequeña plaza, y en sus escalones, está prohibido que se reúnan y se sienten jóvenes. Históricamente ha sido un lugar de socialización para los palestinos, de congregación para sentarse a conversar y también un punto para protestar. Hoy con las torres de vigilancia, las cámaras y la presencia policial armada es un espacio casi vacío. El destierro del espacio común de socialización en la ciudad es también un intento de generar un desarraigo del territorio que se habita.
Patrullas de agentes armados en las estrechas calles de la Ciudad Vieja, con puntos y retenes fijos, componen el panorama de las tiendas con artículos para unos turistas cada vez más escasos. Sobreviven pequeños oficios artesanales, trabajo manual. Uno es el de Nabil, de 75 años. Palestino, nacido en Jerusalén, lleva más de 60 años trabajando como zapatero. Resume la situación actual con la sabiduría que dan las pocas palabras: «No creas que está bien si alguien me va a robar mi reloj», y agrega: «Matar por matar solo puede venir de una mente enferma».
Todavía se ven algunos visitantes, la mayoría en tours de turismo religioso que recorren la ciudad, aunque no como antes, según cuentan los comerciantes de la zona.
Sentado al frente de su restaurante vacío, con el calor abrasador del verano jerosimilitano, el octogenario Emad reconoce que la mayoría de los negocios en la Ciudad Vieja están enfocados a los turistas. Ahora no hay muchos y la situación económica de un montón de palestinos se tambalea.
En su restaurante todavía cuelgan unas llaves, símbolo de la pérdida de los hogares palestinos durante la Nakba (Catástrofe) que comenzó hace 76 años con la creación del Estado de Israel y aún continúa.
Pero los comerciantes palestinos no solo se tienen que enfrentar a la caída del turismo, también al acoso y la violencia que ejercen sobre ellos grupos de israelíes nacionalistas. El pasado 5 de junio, sionistas que conmemoraban la ocupación de Jerusalén Este, en el llamado «Día de la Bandera», marcharon por la Ciudad Vieja, insultando, cantando canciones antiárabes y agrediendo a palestinos en sus negocios, incluso a algunos periodistas que cubrían lo que estaba pasando.
Todas las entradas a la explanada de la mezquita de Al-Aqsa, el tercer lugar más sagrado en la religión islámica, están fuertemente custodiadas por las fuerzas de seguridad israelíes, que, de facto, deciden quién entra y quién no. Estos uniformados fuertemente armados patrullan constantemente dentro y fuera de la mezquita.
En el mes del ramadán, el Estado de Israel aplicó restricciones a la entrada de peregrinos a la explanada. Solo palestinos con ciudadanía israelí podían entrar al lugar sagrado restringiendo el acceso a los palestinos del resto de Cisjordania, los cuales ya viven con una constante limitación de movimiento y de viajar con permisos especiales a Jerusalén del este. Las restricciones crecieron hasta permitir solo la entrada a hombres mayores de 55 años, mujeres mayores de 50 y menores de 10 años.
Tensión en las calles
La tensión provocada por la ocupación en la población palestina no es nada nueva, pero ahora se comienza a percibir una escalada. Ciudadanos israelíes siguen tomando las calles para exigir que sus conciudadanos cautivos en la Franja de Gaza desde el 7 de octubre sean devueltos y piden también la renuncia de Benjamin Netanyahu.
A muchas de estas manifestaciones, como la del pasado 27 de junio en Jerusalén, nacionalistas israelíes, en su mayoría jóvenes y niños, acuden para recriminar a quienes toman parte en estas movilizaciones, escenas que se repiten en diferentes puntos del Estado de Israel. También se comienza a percibir otro foco de tensión después de que la Corte Suprema israelí aprobara eliminar la excepción de prestar servicio militar en el caso de los judíos ortodoxos, que gozaban de este privilegio.
Pero las viejas tensiones prevalecen. Un niño israelí montado en una bicicleta casi tumba uno de los estantes de un tendero palestino de la Ciudad Vieja; el comerciante le recrimina y un grupo de adolescentes israelíes se abalanzan sobre el hombre por haberle hablado al chaval. Después de unos gritos, se van. Al ser preguntado uno de los curiosos, un hombre palestino, sobre qué pasaba, responde resignado: «Ya sabes, la ocupación».