Las tres crisis que han situado a Volkswagen al borde del abismo
Tres grandes crisis, como mínimo, lastran al gigante automovilístico alemán: la resaca del «Dieselgate», el fin de un modelo que vendía en China lo producido con gas barato de Rusia, y el desgaste de una gobernanza peculiar.
En 1887, Inglaterra aprobó una ley para obligar a especificar el origen de las imitaciones extranjeras, sobre todo alemanas, que inundaban el mercado con copias más baratas de sus productos. ¿Les suena? El Made in Germany fue el Made in China de finales del siglo XIX, si bien pronto se convirtió en todo lo contrario, un sello de garantía que ahora se tambalea, desequilibrado, en parte, por el auge chino. Apenas es la primera de las paradojas que pueblan esta historia.
El buque insignia de ese sello alemán no es otro que Volkswagen, un coche con el motor gripado, actualmente. El anuncio del posible cierre de tres plantas, la reducción salarial y el peligro de despidos masivos ha sido un mazazo que, inexplicablemente, algunos han recibido aquí como buena noticia. «Todas las informaciones que tenemos hasta ahora son de alivio», aseguró el lunes en ‘‘Diario de Navarra’’ Pepe Álvarez, secretario general de UGT. La preocupación, como es lógico, también existe, tal y como recogió recientemente Pello Guerra en este reportaje.
Porque Volkswagen y alivio no parecen ser palabras compatibles ahora mismo. Frédéric Fréry, de la escuela de negocios francesa ESCP, ha diseccionado recientemente las diversas crisis que atraviesa este gigante que hunde sus raíces en la Alemania nazi. La historia es conocida: Hitler encargó a Ferdinand Porsche la fabricación del «coche del pueblo», triunfó en el mercado con el escarabajo –más de 15 millones de vehículos vendidos– y salvó su primera gran crisis, a finales de los 60, fusionándose con Audi, el primer salto adelante. El Golf se convirtió entonces en el buque insignia de un grupo que en los 80 y 90 siguiendo creciendo y engullendo históricas firmas automovilísticas como Seat, Skoda, Lamborghini, Man, Scania, Ducati, Bugatti y Bentley.
El escarabajo dio paso al Golf, y la temprana fusión con Audi fue el prolegómeno de compras como las de Seat, Skoda, Man, Scania y Bentley, que convirtieron al grupo en el primer fabricante mundial de coches en 2017.
Fréry da dos datos que permiten medir el tamaño de la cosa. Pasó de una cuota de mercado europeo del 12% en 1980, a un 25% en 2020. En 2017 se convirtió en el primer fabricante mundial de coches, por delante de Toyota.
La resaca del «Dieselgate»
Pero las cosas empezaron a torcerse un poco antes, pronto hará una década. El Dieselgate, destapado en 2015 por la Agencia de Protección Medioambiental de EEUU, supuso un mazazo económico y reputacional cuya resaca todavía dura. La máquina estaba trucada. El motor diésel EA 189 tenía un software capaz de reconocer las pruebas de emisiones y reducir en ese momento los óxidos de nitrógeno (NOx) expulsados. Fuera de esos periodos de prueba, el motor emitía 22 veces más NOx que los permitidos.
Ese software se venía utilizando desde 2009 y se aplicó en más de 11 millones de vehículos de 32 modelos diferentes. El primer gran macroproceso de afectados llegó en 2019. Todavía hay casos pendientes, pero hasta la fecha, Volkswagen, la empresa cotizada más endeudada del mundo, según Fréry, ha tenido que pagar más de 30.000 millones de euros. El coste económico y reputacional ha sido astronómico
El peor contexto para dar el salto eléctrico
Tras el escándalo, dos devenires geopolíticos han dejado al conglomerado germano al borde del abismo. Son el auge del coche eléctrico chino y el espectacular encarecimiento de la energía provocado, en buena medida, por las sanciones impuestas a Rusia. Ambas han hecho que la apuesta por el vehículo eléctrico, con el cual Volkswagen esperaba dejar atrás el Dieselgate, esté resultando mucho más complicado de lo que anticiparon.
Por pasos. Con China las cosas han cambiado. Nada lo explica mejor que dos hechos tangibles: los taxis de Shangai ya no son Volkswagen, igual que hace dos décadas, y los mandatarios ya no se mueven en Audis negros con los cristales tintados. China fue durante años el principal mercado para Audi y uno de los más importantes para todo el Grupo Volkswagen, que fue uno de los primeros en desembarcar en el gigante asiático en los años 70. Pero los tiempos han cambiado y ahora los chinos conducen coches eléctricos chinos, una producción en la que aventajan de forma notable a todos los fabricantes europeos, que ahora intentan proteger un maltrecho mercado con aranceles cuestionados. Pero los costes siguen siendo muchísimo mayores.
El modelo basado en vender en China lo producido con gas barato de Rusia ha muerto, complican la transición a un vehículo eléctrico en el que el gigante asiático lleva mucha ventaja.
En ello tiene mucho que ver el precio de la energía que se paga en Europa y, en especial, en Alemania, después de que las sanciones por la guerra de Ucrania y el espectacular sabotaje del gasoducto Nordstream bloqueasen la llegada de gas ruso, el oxígeno con el que respiraba la industria alemana. Lo del gasoducto del báltico sigue siendo algo alucinante, después de que todas las pistas empezasen a señalar a Ucrania, no parece que nadie quiera esclarecer la mayor acción de sabotaje desde la Segunda Guerra Mundial. Hay silencios que son un estruendo.
El resumen es que, como ocurre con prácticamente toda economía, la todopoderosa locomotora germana era en realidad tan débil como lo era su cadena de suministro, en especial en el ámbito energético. La crisis ha dejado la economía alemana al borde de la recesión y está haciendo imposible a Volkswagen competir en un mercado del coche eléctrico que, por otra parte, no funciona como esperaban sus apologetas.
Un modelo en crisis
Los problemas se acumulan, por lo tanto, en una empresa que tenía uno de los pilares de su modelo en producir a precios razonables gracias al gas ruso y vender a espuertas en el mercado emergente chino. Pero hay más complicaciones que tienen que ver con árboles genealógicos y modelos de gestión. No todo son problemas exógenos.
Las batallas fratricidas entre las dos ramas familiares derivadas de los dos hijos de Ferdinand Porsche, fundador de Volkswagen (y de Porsche, obviamente), han llevado a veces a decisiones empresariales que poco tenían que ver con decisiones estratégicas de mercado. Los sucesores de Ferdinand hijo (apodado Ferry), al frente de Porsche, llegaron incluso a intentar comprar Volkswagen en 2007, una operación que acabó en dirección contraria con los herederos de Louise Porsche, al frente de la marca de la W, comprando al fabricante de coches de lujo.
El artífice fue Ferdinand Piëch, hijo de Louise, que tras empezar en Porsche, llegó a la dirección de Volkswagen, donde impuso un mando férreo y una cultura empresarial vertical e implacable que autores como Fréry sitúan ahora como uno de los problemas del conglomerado. Si se castiga cualquier cuestionamiento y se sobrepresiona para obtener resultados sea como sea, el resultado bien puede ser un Dieselgate. «Sé el nombre de tu sucesor», se dice que decía cuando un alto cargo acudía con algún problema. Murió en 2019, pero eso no fue problema para seguir mandando sobre los vivos. De su personalidad da cuenta la cláusula de celibato que impuso a su esposa, que no puede casarse si quiere disfrutar de la herencia.
Al margen de telenovelas, la crisis de Volkswagen también ha puesto en cuestión el modelo alemán de cogestión empresarial, del que la firma de Wolfsburg es uno de los grandes exponentes. Como mínimo, ha señalado unos límites que, según recordó la semana pasada Romaric Godin en Mediapart, también quedaron de manifiesto con el Dieselgate. Hablamos del modelo que incluye a los representantes de los trabajadores en los comités de vigilancia de cada empresa, lo cual, sobre el papel, garantiza la toma en consideración de los intereses de los trabajadores en las decisiones corporativas.
Pese a que hoy es defendida desde posiciones de izquierdas, que lo contraponen al modelo neoliberal más salvaje, esta concertación entre empresarios y trabajadores fue la respuesta de la democracia cristiana alemana tanto al empuje revolucionario de los años 1918-1919 como a la creación de la vecina República Democrática Alemana en la posguerra. La correlación de fuerzas, desde luego, era otra en aquellos dos episodios.
Ni la cogestión ni la participación pública han salvado a Volkswagen de una cultura empresarial vertical y cerrada que no ha sabido tomar las mejores decisiones en los momentos precisos.
En el caso de Volkswagen, a este modelo se le suma una considerable participación pública del 20% en la propiedad, que pertenece al land de Baja Sajonia.
Pero ni la cogestión ni la participación pública han blindado en este caso el futuro del grupo ni de sus puestos de trabajo, que no solo parecen tambalearse en Alemania. Esta coparticipación –en la que cabe remarcar que el poder final de decisión siempre recae sobre los accionistas– no ha sido capaz de garantizar la toma de las decisiones adecuadas por parte de la empresa, que esta misma semana ha anunciado que Audi cerrará su planta de vehículos eléctricos en Bélgica, en la que trabajan 3.000 personas.
El tamaño de la crisis es todavía incierto, no resulta previsible que Alemania deje caer a una de sus principales joyas empresariales, pero como explicará mañana Isidro Esnaola en estas páginas, tampoco el país, que roza la recesión y está al borde de un adelanto electoral, está en su mejor momento económico ni político.