Último baluarte del Estado de bienestar
Basado en el contrato de confianza entre ciudadano y Estado, el modelo de bienestar noruego es envidiado por medio mundo, dada su capacidad de conjugar individualismo y colectivismo, bajo el paraguas protector de un Estado fuerte que distribuye la riqueza y gestiona modélicamente el principal pilar sobre el que se sustenta: el petróleo.
Noruega es un país antiguo, con siglos de historia a sus espaldas, pero un Estado joven, de poco más de un siglo de vida y, sobre todo, es un país hecho a sí mismo. Un modelo de Estado único, mezcla de capitalismo y colectivismo; basado en un alto grado de confianza de los ciudadanos en el Estado y viceversa, en el que muchos han querido ver el último Estado socialista de Europa.
Los números macroeconómicos son impecables: su deuda soberana es la más solida del mundo, cuentan con una tasa de desempleo prácticamente nula, tienen la mayor renta por habitante del planeta y llevan tres décadas encabezando el Índice de Desarrollo Humano de la ONU. Son, además, uno de los países con la riqueza mejor distribuida, gracias a unas prestaciones sociales que ponen freno a la exclusión social. Lo mismo en cuanto a la cuestión de género, sobre el que la paridad está establecida por ley, tanto en el sector público como en el privado. No en vano, Noruega tiene el título de «mejor país para ser madre». Las mujeres pueden alargar el permiso maternal hasta un año manteniendo el 80% de su sueldo -o 10 meses con el 100% del salario- y los padres disponen de un permiso de hasta 12 semanas.
El sistema se mantiene gracias a la gran confianza de los ciudadanos en el sistema, al que le pagan impuestos elevadísimos como el IVA, que está en el 25%, aunque cierto es que, en 2009, el salario medio de los noruegos era de 3.800 euros al mes. A cambio, el Estado ofrece infinidad de prestaciones sociales y regula sectores como la educación -el 95% de las escuelas son públicas-, la sanidad, las pensiones o la distribución de la riqueza. Por controlar cotrola hasta el mercado del alcohol. Los licores de más de 4,75 grados de alcohol solo se pueden comprar en tiendas estatales.
La confianza se basa también en un alto grado de transparancia; no es casualidad que Noruega encabece los listados de los países menos corruptos, ni que la información sobre los ingresos de cada ciudadano sea pública.
La gestión modélica del petróleo
Otro de los pilares del sistema es el petróleo, maná descubierto en la Navidad de 1969 y cuya gestión se considera un modelo a escala global. El crudo es propiedad de todos los noruegos y da empleo a más de 200.000 personas. No se han limitado, además, a vender petróleo y vivir de las rentas, sino que han tomado medidas para la preservación del medio ambiente y han desarrollado tecnología puntera que exportan a medio mundo con suculentos beneficios.
Pero sobre todo, el gran éxito ha sido conseguir una distribución equitativa de los beneficios, gracias principalmente al Fondo Gubernamental de Pensiones instaurado por el Gobierno laborista en los años 80. Conocido como el Fondo del Petróleo, se dedica a gestionar los beneficios de petróleo, invirtiéndolos en mercados de todo el mundo bajo parámetros éticos que impiden invertir en empresas tabaqueras, nucleares, armamentísticas y que empleen a menores. El Gobierno solo puede utilizar el 4% de los beneficios petroleros anuales para ajustar sus presupuestos. El resultado es el mayor fondo de pensiones público del mundo, con 400.000 millones de euros en activo, algo que garantiza el mantenimiento del actual estado de bienestar para varias generaciones. El día que se acabe el crudo, dicen, tendrán margen suficiente para buscar con qué reemplazarlo.
De todos modos, ya se sabe que es difícil encontrar el paraíso en la tierra y tampoco todo es de color de rosa en Noruega. Junto a Islandia y Japón, es el único país que sigue cazando ballenas, una cerveza cuesta 10 euros y el nivel de alcoholismo es el más alto de Europa junto a Gran Bretaña. El servicio militar es obligatorio, son miembros activos de la OTAN y uno de los pocos países que en los últimos años han aumentado el gasto militar.
Esto no les ha impedido, sin embargo, erigirse en una potencia silenciosa muy presente en procesos de paz de todo el mundo. Más allá de la entrega de los premios Nobel, Noruega ha sido parte activa en la resolución de infinidad de conflictos. Sin ir más lejos, la exministra noruega Gro Harlem Brundtland fue una de las caras más visibles en la Declaración de Aiete.
La instauración y mantenimiento de un modelo como el noruego viene facilitada por la dimensión del país -muy grande pero con apenas 5 millones de habitantes- y por su homogeneidad cultural. Esta última, sin embargo, se ha visto trastocada en los últimos años. Mientras en el año 2000 la tasa de inmigrantes era del 5,5%, hoy en día se sitúa en el 13%. Porcentaje que se eleva hasta el 28% en el caso de la capital, Oslo.
Apenas se han dado conflictos de convivencia, pero en los últimos años el populismo de la derecha y el discurso xenófobo -mayormente islamófobo- se han abierto paso. Su máximo exponente es el Partido del Progreso, que en las últimas elecciones generales de 2009 fue la segunda fuerza con el 22% de los votos. No deja de ser curioso que este discurso populista, que advierte sobre el peligro del Estado de bienestar por culpa de los inmigrantes, haya encontrado cobijo en las zonas con menor presencia de extranjeros. Tampoco deja sorprender, como indica el economista noruego Ali Esbati que «tomen la bandera del Estado de bienestar, cuando son los campeones de la privatización».
El hecho de que el autor de la masacre del 22 de julio de 2011 fuese noruego -en el juicio declaró que lo hizo «para defender su grupo étnico»- no hace sino mostrar que el peligro no radica tanto en la inmigración como en la manera en que es encajada por parte de la sociedad noruega y que, por lo tanto, ahí se encuentra el reto para mantener un modelo envidiado en medio mundo.