Corrupción sistemática
La multiplicación de casos de corrupción en los últimos años –y, sobre todo, en las últimas semanas– y su transversalidad, ya que afectan a casi todos los partidos de poder, hacen inevitable formularse una pregunta: ¿son casos aislados o son resultado del particular sistema institucional y de partidos instaurado en el Estado español durante la Transición?
Italia, años noventa. Una judicatura valiente se lanza a por los corruptos abriendo hasta 3.000 procesos judiciales que acaban con el encarcelamiento de varias decenas de políticos y el suicidio de otros cuantos; cinco partidos son borrados del mapa mientras el ex primer ministro socialista Bettino Craxi se exilia en Túnez para escapar de las manos de la Justicia. El sistema de partidos instaurado en Italia durante la Guerra Fría –con el objetivo de parar los pies a un potente Partido Comunista– se derrumba.
Estado español, en la actualidad. Sin una judicatura tan estricta con los políticos, son decenas los casos de corrupción destapados a lo largo de los últimos años y afectan a prácticamente todos los partidos políticos que han detentado el poder en diferentes niveles de la administración a lo largo de las últimas décadas. Por descontado, PP y PSOE, con los casos Gürtel, Bárcenas y los ERE de Andalucía en primer plano. Pero también en los territorios con un sistema de partidos propio como Euskal Herria –PNV en Araba y UPN en Nafarroa– y Catalunya –Pallerols y Crespo en CiU, Mercurio en PSC, y Palau en ambos–.
No son equiparables la Italia de principios de los noventa y el Estado español de la actualidad, en buena parte por la falta de una judicatura que verdaderamente lea la cartilla a las prácticas corruptas. Pero ambos casos tienen algo en común: la generalización y la transversalidad de los casos de corrupción hacen inevitable la pregunta de si no será el propio sistema político el que ampare la corrupción. En Italia, la respuesta a la pregunta fue afirmativa e hizo saltar por los aires el sistema de partidos vigente. En el Estado español está todavía por ver.
Sin especular sobre las consecuencias, la respuesta en el Estado español puede ser también que sí. Basta con echar un vistazo a la situación. No solo son las ilegalidades cometidas por políticos y cargos públicos –pocas veces juzgadas, menos condenadas y casi nunca cumplidas–. Es importante poner el foco en las lagunas de alegalidad en las que se enmarca la financiación de los partidos y la manga ancha que deja la legislación urbanística –raíz de muchos casos de corrupción–, así como los pocos medios de los que disponen los organismos fiscalizadores como el Tribunal de Cuentas.
Y tenemos, también, lo que podría llegar a denominarse como ‘corrupción legal’. Todo un cúmulo de elementos que sitúan a la política tradicional más cerca del negocio que del servicio público: la acción e influencia de los lobbies o grupos de presión en las decisiones políticas, las puertas giratorias entre la administración pública y las empresas privadas, los desorbitados sueldos de muchos servidores públicos, la acumulación de cargos públicos por una misma persona o las desmesuradas dietas que muchos políticos cobran por asistir a reuniones de dudoso contenido práctico –las dietas de CAN sirven como ejemplo claro y actual–.
Levantar las alfombras y airear los casos de corrupción resulta imprescindible para permitir una regeneración democrática, pero, desde luego, no es suficiente. A la par deben crearse los mecanismos necesarios para fiscalizar la actividades de partidos y cargos públicos. Un aviso para despistados: en Italia no se hizo y la consecuencia del estallido del sistema tradicional de partidos fue la llegada al poder de Silvio Berlusconi.