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Entrevista
Luis Irizar
Maestro de los cocineros vascos

«Temo que, de tanto avanzar, al final esta no va a ser cocina vasca»

Reconocido por sus propios compañeros como el patriarca de la cocina vasca, Luis Irizar (La Habana, 1930) es un encantador de serpientes con txapela. Su viajera y laboriosa biografía –¡lo que ha trabajado este hombre!– es un viaje a tiempos que ya no existen.

(Juan Carlos Ruiz / Argazki Press)

Llega relajado a la cita, directo del masajista y con una sasoia, que se diría en euskara, envidiable. Da gusto verle, con una imagen de buena salud que enmiendan sus hijas al obligarle a que coma algo entre horas para controlar su nivel de azúcar. Irizar es diabético –de hecho, ha publicado ‘Recetas sabrosas para diabéticos’ (Ttarttalo, 2005)–, algo que parece reñido con el disfrute de lo que producen los fogones, aunque tampoco parece que le vaya lo pantagruélico a la vista de sus gustos: pongamos el ejemplo de un plato tan de nuestra cocina como la sopa de pescado, que prefiere refinada, con «los tropiezos más definidos, más limpios»... y sobre la que en un minuto nos da una clase magistral. La entrevista se desarrolla en la reconocida escuela que lleva su nombre, cara al puerto donostiarra, y donde tres de sus cuatro hijas continúan con el proyecto iniciado por su padre en 1993, aunque solo una le ha salido cocinera, Visi Irizar, profesora también del centro.

Mientras en la cocina se escucha un trasteo importante, porque están en plena época de exámenes, Luis Irizar habla sin ningún engreimiento de una trayectoria vital que para sí quisieran muchos: tras una carrera ascendente hasta convertirse en cocinero de primer nivel, con el Estado francés, Inglaterra y Suiza entre sus escalas geográficas, regresó a Euskal Herria, donde fue el primer vasco, junto a Casa Nicolasa, en recibir una estrella Michelin para su restaurante Gurutze-Berri de Oiartzun. Pero lo que aprendió lo quiso transmitir y ese es, tal vez, uno de los grandes valores de este maestro de maestros. En 1967, y respondiendo a la «llamada» del empresario y mecenas Dionisio Barandiaran, montó la primera Escuela de Hostelería vasca en el hotel Euromar de Zarautz, de la que salieron nombres de primer nivel como Karlos Argiñano o Pedro Subijana, la mayoría componentes de lo que se definió como la Nueva Cocina Vasca y en cuya gestación participó activamente Irizar. No se explica entonces la razón por la que no ha recibido más premios, aunque él le resta importancia: «Me enorgullece que sean los de mi propio oficio, que son los que han luchado conmigo, quienes me premien». Este mismo mes de mayo, y con motivo de los Premios de Gastronomía 2013 estatales a los que está nominado en la categoría de jefe de cocina el vizcaino Eneko Atxa, Luis Irizar recibirá el Premio Especial a Toda una Vida.

Tiene usted un biografía muy viajera. En la Wikipedia se dice que nació en Cuba porque su padre se escapó a América cuando, en una juerga, tiró al agua a un alguacil. Tras trabajar en el Canal de Panamá, dirigió una plantación de tabaco en Cuba, donde conoció a su mujer, una donostiarra.
Parece un cuento de hadas, pero es una realidad.

¿Y se reconoce algo de cubano en el carácter?
Nada, yo tenía cuatro años cuando volvimos. Lo que puedo tener en algo de parecido es en el carácter de mi padre, que era un juerguista, hay que reconocerlo. Era de caserío puro, muy vasco y muy buen cantarín. Como buen vasco, tenía una voz preciosa y se sabía todas las canciones vascas de pé a pá. Le llamaban el Burias de mote. Tenía tan buena voz y tan fuerte que se decía que cantaba en el Antiguo y se le oía en Igeldo. Tenía un carácter muy abierto, muy simpático, pero una cosa traía otra y era que, como era tan de alternar y de cascarse aquellas juergas, era muy válido para estar con la gente, pero él de oficio era albañil. En América, cuando era joven lo que querían era gente con oficio y la primera salida que tuvo fue a Panamá, donde no pedían pasaporte ni historias. En cuanto querías trabajar, y los vascos tenían ya entonces buen nombre, era ir al El Havre y te ibas a América.

Hasta los 16 años iba usted para fraile. En esa época solían meter en el seminario al segundón de la familia, porque no se podían permitir darle estudios si no era de esa forma. ¿Así fue como empezó los estudios?
Por eso me metieron a mí. Yo era el más pequeño de los tres hermanos que quedábamos, porque uno murió. El mayor me llevaba diez años, la segunda fue una chica, que es monja de la caridad en Zarautz y la única que vive, y yo, que soy el más pequeño. Me quedé sin madre a los 10 años y mi padre era un juerguista, no podías contar con él. Era un hombre que no era malo, pero muy...

¿O sea que a usted le crió alguna tía?
Mi madre, hasta los 10 años, y luego ya nada. Me ayudó mi hermano mayor, dentro de lo que podía, porque no podía mucho. Me llevaba diez años. Al no tener madre, los tres hermanos siempre hemos estado muy unidos.

Parece que no le gustó lo de hacerse fraile.
Hice la carrera hasta quinto curso: tres en Aranzazu y dos en Gernika. Luego venía Zarautz, el Noviciado que se decía entonces, y ahí tenías que elegir si seguías e ibas a Olite, para hacer Filosofía, o lo dejabas. No me terminaba de convencer y lo dejé. Pero me encontré con que era un chaval de 16 años que tenía una buena instrucción y, además, no era mal estudiante. Mi hermano mayor, que trabajaba ya aquí en la Diputación, me buscó un trabajo en una oficina en el puerto de Pasajes, pero yo prefería algo más creativo, aunque no sabía bien qué.

Por mediación de nuestra familia, que tenía el restaurante Buenavista de Igeldo, empecé por ser pastelero. Me acuerdo que comprábamos en una pastelería en la Parte Vieja, que hoy en día no existe y sí hay otra al lado, que algún día les tengo que preguntar si son familia. La pastelería siempre ha sido muy dura y tenías que empezar a trabajar a las 12 de la noche y terminabas a las 8 de la mañana. Entonces vivíamos en Igeldo, no había ni autobuses ni historias. El autobús te llevaba hasta la cárcel de Ondarreta y de ahí tenías que subir andando, porque no había ningún medio de locomoción y menos a esas horas. En casa me dijeron que ni hablar, con 16 años bajar tantos kilómetros de noche andando... Entonces mi hermano, que hacía horas extra ayudando en la contabilidad del María Cristina, se le comentó al dueño del hotel, que era de una familia muy sonada, y este le dijo que allí podía aprender cocina y repostería.

Supongo que al principio no cobraría nada.
Durante tres años no cobré ni un céntimo.

Era hacer de pinche para todo a cambio de aprender un oficio. Como para plantearlo hoy en día...
Trabajar como un negro, sin horarios, sin fiestas... ¡Estos señoritos...! (mira con humor hacia la cocina). Me acuerdo que, con 17-18 años, nos daban a la semana medio día libre los domingos. Íbamos a trabajar por la mañana y cuando acabamos el turno, que solía ser a las 4 de la tarde, eso es lo que nos quedaba libre. Si el jefe nos pillaba en alguna pifia, nos quitaba ese medio día. Recuerdo como detalle bonito que alguna vez llegaba el jefe y nos decía «vais a tener fiesta a la tarde, pero antes me dejáis estos dos sacos de patatas peladas». Nos lo hacía con toda la mala leche, porque cuando acababas de pelar eran las 10 de la noche. Las chicas que entonces trabajaban en el María Cristina, que se quedaban de guardia por si algún cliente quería un café o lo que fuera, nos ayudaban. Se marchaba el jefe y pelábamos la patatas enseguida para irnos a bailar a la plaza de Renteria, que entonces era el sitio de baile de la juventud. Esa era nuestra vida.

A París, pasando por Madrid

Acostumbrados a ver a los cocineros convertidos en personajes mediáticos, llama la atención que Luis Irizar hable siempre de obreros u «obreritos». Es quizás producto de otras épocas, porque este hombre forma parte de una generación que ha sido testigo de tiempos que se han ido irremediablemente, todo ello en un espacio de tiempo muy corto: «Sí, somos un país joven, pero en poco tiempo hemos hecho muchos cambios. Han cambiado infinidad de cosas. Era una vergüenza total», reflexiona. Hijo de la posguerra, al cabo de cuatro años de trabajo de aprendiz en el María Cristina, entró como segundo ayudante en 1950 en el Monte Igueldo y, de ahí, «le tocó la lotería» de que lo contrataran en el Jockey madrileño, uno de los restaurantes en los que, contrastando con la pobreza imperante en el pueblo, se desplegaba la riqueza de los ganadores de la contienda. Brigadas de 25-30 cocineros, entre los que había especialistas traídos de Suiza para hacer cocina en frío y esculturas de hielo... Lo más de lo más, aunque el Luis de aquella época ya se hacía cruces al cotejar sus «estudios» a pie de fogón con los de dos de sus compañeros, que habían realizado sus estudios, carísimos, en Lausana, una de las tres mejores escuelas europeas. «Yo andaba siempre con lo mío y les veía muy verdes en cocina. Teóricamente estoy seguro de que me daban sopas con ondas, porque la formación de ellos había sido de alto nivel y la mía había sido currando y currando, pero de cocina menos. Yo tuve suerte, porque fui de una casa buena a una casa mejor y siempre aprendiendo, que es lo que me ha hecho avanzar».

Sería por algo más que suerte, no lo niegue.
Siempre he tenido interés y ganas de trabajar nunca me han faltado. Además, acerté en el oficio, porque me ha gustado. Si no habría sido así, lo habría dejado y, sin embargo, pasé por aguantar y apretar, y de ahí me fui a Francia... Tuve la suerte, gracias a Dios, porque también hay que tener suerte en la vida, de ser uno de los pocos que se pudo marchar al extranjero. Porque entonces con Franco no era nada fácil salir y menos a mi edad, que era la de la mili, pero yo me libré porque mi padre era sexagenario. Luego me justificaron una serie de doctores que yo conocía y que eran pro régimen de Franco. Mi ilusión, como la de los poquitos que estábamos trabajando en cocina, era ir a Francia, que era el no va más. Y eso me ayudó a conseguirlo, hay que reconocerlo. Al principio estuve un poco tiempo en el hotel Miramar de Biarritz solamente por entrar al país, porque era un hotel que pertenecía a una cadena francesa. Para entonces, hablaba bastante bien francés, porque me había preocupado de aprenderlo. La idea de irme allí la llevaba dentro. Tenía una profesora francesa que estaba de stage aquí y era hija del dueño de un hotel de Clermont-Ferrand y era muy maja y muy buena profesora. Me acuerdo queencasademitíanosdabaclaseamíyaunos compañeros.

¿Con los horarios que tenían cómo conseguían rascar un rato para estudiar?
Estudíabamos cuando salíamos del hotel, en la hora libre entre las 5 y las 6 de la tarde. En el María Cristina entrábamos a trabajar a las 9 de la mañana y terminábamos a 12 o la 1 de la madrugada, según los clientes. Hasta terminar ni se te ocurriera moverte, que no te viera el jefe. Eran unas cocinas en las que pesaban tanto las arandelas de hierro forjado, que tenías que tener mucha fuerza para levantarlas. Quitabas las arandelas y tenías que cargar el fuego con carbón. Unas chapas de hierro impresionantes. Para cargarlas, tenías que ir a por el carbón a un centro que estaba en un almacén. Cargabas y con eso a la cocina, y de ahí al fogón. Me parece que teníamos como 6-8 fogones en una columna central. Así trabajábamos, eran unos tiempos increíbles.

En el Hilton de Londres, de pelea

Luis Irizar se hizo, cual hormiga, con un sólido curriculum obtenido en varias décadas de su vida tras su paso por París, un lapso de vuelta a casa (pasó por el Azaldegui donostiarra y el Central de Lasarte) y sus años londinenses. Su estancia en el primer hotel Hilton, que se inauguró en la capital británica en abril de 1963 (este cocinero viajero estaba en la capital británica desde 1957, trabajando en otro restaurante), es quizás una de las más intensas, a tenor de lo que cuenta. Allí trabajó a las órdenes de Giuseppe Bazzani, uno de los nombres míticos de esta cadena de hoteles de lujo, un suizo-alemán que no se lo puso fácil a este cocinero con txapela que empezó como segundo jefe de cocina y terminó como cocinero principal. Irizar, que teatraliza todos los diálogos, relata con muchísima gracia su primera entrevista para la famosa cadena hotelera: «El señor que me hizo la interviú fue muy duro, porque era uno de la directiva del Hilton, que había venido de EEUU, y según las características de cada uno te seleccionaba para uno u otro puesto. Para el nivel de segundo jefe ya era algo especializado y el examen era muy duro. Te presentaba problemas reales: ‘si usted mañana está en este hotel y tiene un banquete de 500 personas con este dinero de promedio, ¿qué menú daría?’ Te hacía una pregunta en castellano, la siguiente en inglés, la siguiente de cálculo en francés... El caso es que, cuando terminé, me dijo ‘usted es vasco’. 'Pues sí, ¿cómo se ha dado usted cuenta?’ ‘Por la txapela que usted lleva’. ‘¿Usted conoce a los vascos?’, ‘Es que yo soy vasco’. Era de Baiona, pero trabajaba en la compañía Hilton en Estados Unidos. ¡Yo qué iba a pensar que iba a encontrarme a un vasco ahí!».

En el Hilton, aparte de saber de cocina, necesitas algo más para destacar.
No tiene nada que ver; es estar al 105 % en la cocina. Yo estaba en un departamento donde éramos seis, y es curioso lo que tuve que luchar. El jefe ejecutivo era suizo (Bazzani) y había sido jefe del Habana Hilton cuando llegó Fidel Castro, luego había estado en Puerto Rico y era ya un jefe muy consagrado dentro de la cadena. Los segundos jefes éramos cuatro suizo-alemanes, un francés y yo. Nos reuníamos para comer en un servicio aparte del personal, con camareros y demás. Estábamos muy bien cuidados, pero toda la conversación era en alemán. No tenían ninguna delicadeza de hablar en inglés, y el francés y yo no nos enterábamos de nada. Era un vacío impresionante. Porque ya cuando entramos, Bazzani me recibió con segundas, como diciendo «no vas a durar mucho tiempo, que esto es muy duro». Yo pensaba para mí, «ya te vas a enterar de quiénes somos los vascos». Nos hicieron la vida imposible. De los seis segundos jefes, el 1 y el 2 éramos un vasco, o sea yo, y un alemán, y trabajábamos uno por la mañana y el otro por la tarde. El jefe principal empezó a hacer la distribución de los trabajos y yo ya me di cuenta de sus preferencias: para él, el turno de mañana –empezaba a trabajar a las 7 y a las 3 ya había terminado–; a mí,delas3delatardehastalas12ola1delanoche.

Bueno, cada uno a lo suyo. Había muchos camareros italianos y españoles, también griegos, era un mundo, todas las nacionalidades juntas. Había uno que era jefe de telefonía, que llevaba una oficina cerca de la propia cocina. Era español y me tenía simpatía, y algunos ratos que teníamos libres hablábamos, y me preguntaba «¿qué tal lo llevas?, te van a hacer la vida imposible, estos alemanes son muy duros». Luego se abrió el hotel y todo el cirio, y empezamos a hacer el trabajo verdadero. Al mes, no fue más tiempo, yo veía que había algo que no marchaba bien en la cocina. Mi compañero me avisó: «Luis hay problemas. El que va contigo, el alemán, algo pasa, pero no funciona. Todos los días hay colas, los camareros esperando, se queja la gente». Un director de servicio francés me dijo: «Se están quejando mucho a Bazzani, y dicen que a las tardes, cuando estás tú, el servicio va mejor». Efectivamente, al de dos o tres días me llama Bazzani para hablar conmigo, pero siempre mirando al otro: «Empiezas a las 3, pero si no te importa, ¿podrías venir a las 2?». La cuestión era, me di cuenta, que lo más fuerte se concentraba de 2 a 3, cuando entraba toda la gente de golpe. Había que tener una organización de mucho cuidado, porque si no, las cosas se retrasaban. Era un trabajo fuerte y muy refinado, y en cuanto uno fallaba se notaba en todo: «¡La mesa siete no está!», venían los camareros. «¡Esto no puede seguir así!», venían los maître de hotel... Metía una hora más y no cobraba. Cuando yo llegaba había una mierda terrible allá, estaba todo desorganizado. Un día hablando con Bazzani, me dijo: «No estoy contento, porque ya sé que las cosas todavía no están bien». Y le dije: «Ya lo hago yo, ¿por qué no me cambia de horario?». Al final accedió. El otro pasó a la tarde, tuvo que tragar.

Un trabajo que le gustaba tanto, donde supongo que le pagaban bien y del que da la sensación de que fue la mejor etapa de su vida, ¿cómo así lo dejó para venirse aquí?, ¿tenía morriña?
Tenía ilusión y la idea de siempre de montar una escuela. También influyó mucho mi mujer, uhhh! (hace el gesto expresivo). Mi mujer era un espectáculo, porque también tiraba para aquí. Mis hijas se quedaron aquí, porque en aquel entonces cualquiera convencía a mi mujer, que era muy vasca y religiosa, de que iba a educar a las hijas en Inglaterra, donde eran mucho más avanzados que nosotros. Aunque tuve una ocasión de irme a México y eso incluso me habría gustado mucho más. Un amigo mío, de origen madrileño que se llamaba Cáceres, era el jefe ejecutivo de todos los hoteles mexicanos que pertenecían al Gobierno, algo parecido a los paradores de aquí. Estaba a punto de retirarse y me dijo «oye Luis, me gustaría que te hicieras cargo de la plaza que tengo yo en México», incluso había hablado con el director general. Yo tenía una ilusión..., pero mi mujer me dijo poco más o menos que «o México o yo, aquí no hay término medio». Ahí se quedó todo, pero para mí dentro de la carrera era el máximum: coordinar veinte hoteles, estar aquí y allá. Bueno, la vida se presenta así.

Se convirtió en el maestro de todos los cocineros vascos, lo que tampoco es poco.
Ahí tuve que cambiar el chip. Tampoco me arrepiento.

¿Y qué es lo que le atraía de la enseñanza?
Todo. De siempre, no sé por qué me gustaba. Subijana suele decir que tengo un carácter especial y que por eso soy el mejor profesor. Digo yo que será algo natural. Me siento a gusto; además, conecto muy bien con la gente que aprende conmigo. Me saben captar, yo a ellos y ellos a mí. De siempre me gustó. Este fue uno de los motivos y otro que, estando en el Hilton, el propio Bazzani me dijo –y eso sí me pagaban extra– que parte del tiempo lo dedicara a dar unas lecciones a los jóvenes que acudían al hotel.

El fogón del que salió una nueva cocina

Juanmari Arzak, Pedro Subijana, Karlos Argiñano, Juan José Castillo, Tatus Fombellida, Ramón Roteta y Patxiku Quintana, junto al propio Irizar, fueron algunos componentes de aquel grupo de cocineros que en los años 70 fueron los artífices del resurgimiento de la cocina de autor entre nosotros. En una época que coincidieron otros movimientos culturales, como el grupo artístico Gaur por ejemplo, lo que se llamó la Nueva Cocina Vasca sirvió para poner en valor el papel de estos profesionales. Con la Nueva Cocina francesa renovada por chefs como Bocusse como ejemplo a seguir y con la ayuda de la Cofradía Vasca de Gastronomía, se buscó dar una pátina de profesionalidad al sector, porque «era una vergüenza; pero no es que no fuera cocina vasca –explica–, es que no era ni cocina internacional. Se engañaba a la gente de una forma impresionante». Durante un año, se celebró una cena cada mes en un restaurante distinto en el que ayudaban otros participantes de la iniciativa, con sesenta invitados entre los que figuraban los mejores clientes de sus restaurantes y medios de comunicación. El menú, novedoso siempre, y a los postres se abría un coloquio «en el que se pedía a los clientes que dijeran claramente qué les había parecido la idea, el objetivo, cómo había sido la cena... Para nosotros era una crítica muy constructiva de la cual íbamos sacando resultados», explica Irizar. Fue el boom de la cocina vasca. Mientras, y hasta jubilación en 1992, Luis Irizar dirigía el hotel Alcalá de Madrid y su restaurante Basque, montaba el Gurutze-Berri de Oiartzun y gestionaba finalmente el restaurante de la Euskal Etxea madrileña.

¿Cuál era la clave de la Nueva Cocina Vasca?
La idea era renovar la cocina, volver a los tiempos más brillantes de la profesionalización, mucha ayuda social; queríamos implantar la idea de la figura del cocinero, que hasta entonces había sido el menos estudioso, el más vagueta de casa. Nosotros queríamos pensar que los cocineros tenían cierto nivel. De ahí nació eso que no fue solo la mejora de la cocina, sino socialmente también la mejora del cocinero y de las instalaciones, que eran una porquería en aquel entonces.

Hay algo que siempre me ha llamado la atención: ¿Por qué hay tan pocas mujeres en la alta cocina?
Yo diría que una de las razones es que el oficio era muy duro, no era para mujeres. Cuando empezamos, aquella época era muy dura por los horarios, la sujeción; la cocina era muy basta, con carbón, y los propios pu- cheros eran de cobre y pesaban una barbaridad. Le rompía los esquemas a una mujer si quería casarse o tener hijos, era imposible. Eso les mantuvo en un segundo plano, no porque no fueran consideradas, porque para nosotros, los cocineros, sí lo eran, pero la gente de fuera no sabía apreciar lo que hacían las mujeres. Han sido los cambios de la sociedad los que han hecho que la mujer se haga ver.

En el plan de estudios de su escuela una parte muy importante son las prácticas. Me imagino que pensará que el oficio se aprende en los fogones.
Sin duda, por eso hacemos más parte práctica que teórica. En la teórica hacemos una selección de lo más importante que debe tener un profesional, pero no al nivel del Basque Culinary Center. Eso es una escuela más en plan de ser empresario o director. De cocinero es esto. ¿Para ser un mando intermedio, dónde me formaría? En la escuela Irizar. ¿Para ser un ejecutivo? En el Culinary, porque se da una formación más global, pero menos específica. Tú coges a uno de allí y le dices «mañana vas a llevar un restaurante de estas características»...

¿No sería capaz?
Muy difícil. Alguno sería capaz y a la inversa también, pero no es la generalidad. Es un concepto distinto.

¿Las nuevas tendencias de convertir la cocina en un laboratorio, qué le parecen? A mí, con perdón, el nitrógeno me parece tóxico.
(risas) Estoy de acuerdo y no estoy de acuerdo. Estoy de acuerdo en que es un adelanto y que en la vida se van cambiando de cosas, de opinión, de circunstancias. Es inevitable, el tiempo va a ser testigo. Ahora, si a mí me preguntas si me gusta, te diré que no termina de llenarme. Por poner un ejemplo de esto, el mismo Aduriz, que para mí es un estudioso, es el hombre que más innovación quiere crear...

Andoni Luis Aduriz hasta filosofa en la cocina.
Exactamente, pero su cocina me parece a mí que es demasiado avanzada. La cocina en cierto modo va por ese camino, pero es muy diminuto todavía, porque tiene que luchar con una cocina que lleva instalada miles de años y que ha llegado a un nivel fantástico. Tiene una clientela muy pequeña, que tiene que ser muy especializada para entender esas cosas. La inmensa mayoría no la entiende, por eso a los alumnos les damos nociones de todas las cocinas pero diciéndoles: «Esta cocina es muy especial todavía, y puede subsistir en unos pocos establecimientos, pero en la inmensa mayoría no. No perdáis el tiempo, porque al poco de abrir habréis cerrado».

Me da la impresión de que los medios de comunicación hemos endiosado a los cocineros.
Sin duda. Poniendo por ejemplo a los que tenemos ahora, y que todos son íntimos amigos y no voy en contra de nadie porque nos llevamos fantásticamente bien, si me pones a elegir, yo voy a Zuberoa (Hilario Arbelaitz) y no voy a Aduriz (se refiere al Mugaritz). He estado dos o tres veces en Aduriz, la última vez con un profesor de la escuela de Madrid; y nos trató a cuerpo de rey, porque el maître era discípulo del que estaba conmigo, y Aduriz conmigo ha tenido detalles muy bonitos. Pero luego nos preguntamos: «¿Esta cocina, de verdad, nosotros la pondríamos?». Tienes que estar acostumbrado. Yo temo un poco, y se lo he dicho al propio Aduriz, que de tanto avanzar vamos a perder los principios nuestros, que es lo que defiendo, porque si nos vamos tanto, al final no va a ser cocina vasca.

Es un poco lo que está pasando con los hijos. Yo le digo a mi mujer: aquí dentro de cincuenta años vascos no quedamos ninguno, los Estados Unidos de América. Lo que antes parecía imposible, aunque no fuera más que por la lengua, y ahora ves a un chinito pequeño y te dice «zer moduz», ¡ay va la ostia! Deja que transcurran veinte años y esto será una mezcla. Será distinto y a la raza vasca habrá que mirarla con lupa para encontrarla. En la cocina está pasando igual y me parece que es una pena, porque tenemos una base tan sólida; sin ir a tantas fantasías, tenemos tanta cocina de por medio... Porque si dijeras que ya no se puede aprender más, pero es mentira. Antes de ayer estuve mirando un libro de pastelería de un cocinero que conocí en San Francisco, que es danés y vive en EEUU, y le dije a mi mujer: «Con la cantidad de cosas que hay que aprender, me parece que no tenemos ni idea». Eso nosotros, los viejos; imagínate estos chavales.

Un consejo, algo para una ignorante como yo.
El hacer las salsas se ha perdido mucho, quizás por no engordar, pues es mucho más fácil hacer una parrilla. Pero crear una salsa que tenga un gusto especial ya es un poco cosa de artistas. Un poco lo que hace Aduriz con las hierbas, hacerlo tú con las salsas. ¿Cómo se consigue? A base de reducciones, hierbas, especias, de licores, de paciencia... todo. Puede ser más o menos ácida, más o menos dulce, pero dale tu punto.