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División por origen en los campos saturados de Lesbos

Dos campos de refugiados muy por encima de sus capacidades reciben a las cientos de personas que llegan diariamente a Lesbos. Los asilados se quejan de que se ha establecido una división: por una parte, los sirios, por la otra, el resto de nacionalidades.


Ibrahim pisó uno de los pedregales del norte de Lesbos en la madrugada del miércoles al jueves. De allí se dirigió, junto a sus compañeros de zodiac, a Molyvos, la localidad más cercana. Tras una larga espera en una estación colapsada, un autobús les condujo al campo de refugiados de Moria, a diez kilómetros de Mytilene. Allí, en lo que formalmente es un centro de detención de migrantes similar a un CIE en el Estado español. las autoridades griegas registran a todos los recién llegados que no proceden de Siria. Junto a las vallas metálicas, en una infraestructura que parece más una cárcel que una institución de acogida, cientos de personas procedentes de Irak, Afganistán, Turquía, Kurdistán, Irán o Somalia se inscriben en los papeles oficiales y hacen tiempo hasta tomar el ferry que les conducirá a Atenas. Basta con un repaso a simple vista para comprobar que sus condiciones de vida son notablemente inferiores a las de sus compañeros sirios, situados en un campo del que les separan tres kilómetros. Es la diferencia entre quien, teóricamente, tendrá mayor facilidad para acceder al estatus de refugiado y quien se le califica como «migrante» aunque la delgada línea que separa ambos conceptos sea difusa incluso con la legislación internacional en la mano. Ibrahim es de Bagdad y lleva esperando más de cinco horas bajo un sol que castiga. No entiende la división aunque la asume. «Solo quiero seguir adelante», afirma, cansado.

«En Siria hay problemas. También los hay en Irak. En Afganistán algo menos». Con esta lógica, Mohamed trata de explicar las distinciones que se establecen entre los campos. Él es iraquí, así que le ha correspondido llegar a Moria. El polvo cubre las mochilas, que guardan la fila cuando sus propietarios se resguardan del calor en una de las exiguas sombras. Es evidente que existe una falta de higiene y el ambiente es pesado. «A veces hay problemas. Estamos mucha gente de lugares diferentes, hemos pasado mucho y estamos cansados», explica el joven, el único que habla inglés del grupo. A su lado, un grupo de antidisturbios, algunos de ellos cubriendo su rostro con máscaras, sigue la evolución de la fila, aunque guardando las distancias. Tanto Mohamed como sus cuatro amigos ya están registrados y esperan lograr el billete del ferry para zarpar en un par de días. Como el campo está a diez kilómetros, han pensado comprar una tienda de campaña y hacer guardia en el puerto. «No tenemos comida ni agua, aquí no hacemos nada», dice, resignado.

«Somos todos humanos»

«Muchos de los recién llegados tienen la idea de que si dicen que son sirios podrán tener más facilidades a la hora de lograr los papeles. Pero eso no ocurre aquí. De Mytilene son trasladados todos y la identificación se realiza en el destino», explica a GARA una trabajadora de Acnur, la agencia de la ONU para los refugiados, que no quiere ser identificada. Al existir una diferencia que puede verse a simple vista, entre refugiados y migrantes se extiende la rumorología sobre trato de favor, lo que añade leña al fuego del hacinamiento. «Los sirios tardan solo un día en llegar a Atenas. Nosotros tenemos que estar dos o tres», dice un hombre, barbudo y enfadado, que espera para recibir una ración de arroz y un trozo de pan en Moria. No está en lo cierto. En realidad, los refugiados sirios tardan el mismo tiempo en ser evacuados en ferry, y este depende de unas plazas que siempre se agotan. Sin embargo, la tensión facilita buscar agravios comparativos.

Existe una especie de graduación a la hora de proclamar la nacionalidad. Los iraquíes tratan de pasar por sirios, mientras que algunos iraníes aseguran ser afganos. En el caos del registro pueden encontrarse todas las combinaciones posibles. «He visto a gente que tiene dificultades hablando árabe que asegura ser siria», asegura Firas Atamami, un chaval que apenas levanta metro y medio y asegura haber visitado decenas de países jugando al fútbol y que por nada del mundo quiere regresar a Homs, la localidad donde residen sus padres. Está alojado el campo destinado a la población siria y no se queja de que compañeros de trayecto usen otras nacionalidades. Lo que le indigna es la división que se establece desde las autoridades. «Somos todos humanos. ¿Por qué se nos trata de esta manera?», se pregunta.

En su opinión, ni siquiera el campo de los sirios guarda buenas condiciones higiénicas. Hace referencia a las letrinas, que son de plástico, de las transportables, pero por las que hace tiempo que no ha pasado nadie para limpiarlas. También a las duchas, un apaño con planchas metálicas que al menos sirven para que los refugiados puedan cubrirse. Las tiendas, de lona, o los prefabricados, sirven de alojamiento. Claro, que resulta complicado pensar cómo se gestionan estos campos por los que, diariamente, pasan cientos de personas con el único objetivo de abandonarlo lo antes posible.

Es posible que la separación por nacionalidades obedezca a una rémora de aquellos tiempos en los que Grecia era uno de los campeones europeos en detención de migrantes. Una tendencia revertida en parte con la llegada al Gobierno de Alexis Tsipras, quien, sin embargo, no llegó a cerrar los centros de detención. Ante el éxodo de decenas de miles de personas procedentes de Siria, Irak o Afganistán, esta dinámica evidencia las carencias a la hora de abordar los procesos migratorios y lo obsoleto de unas definiciones basadas en las causas que motivan la marcha. Aunque, sobre el terreno, lo que los afectados reclaman es ayuda. Como resume un joven que dice ser sirio, pero no quiere dar su nombre ni permite ser fotografiado: «¡Estoy harto de tantas palabras! Llevo aquí dos días y nadie ha hecho nada por nosotros». Al menos en Lesbos parece que ni agencias internacionales ni Administración han llegado a tiempo. Tampoco que tengan muy claro cómo gestionar el éxodo. Igual que ayer y que la víspera, hoy seguirán llegando las zodiac con decenas de personas que cubrirán el hueco dejado por sus antecesores. Vengan de donde vengan todos comparten su determinación por llegar a Europa.

 

UNA ECONOMÍA ADAPTADA Y QUE, A VECES, SE APROVECHA DE NECESIDADES BÁSICAS

Dos chavales venden sandalias y sacos de dormir a cinco euros la unidad junto al puerto de Mytilene, capital de Lesbos, el lugar donde diariamente zarpa el ferry hacia Atenas. En apenas tres minutos se deshacen de la mitad de la mercancía. A escasos 500 metros, ya en el paseo, un kiosko ha añadido un producto a su habitual stock de refrescos, chucherías y periódicos: tiendas de campaña. Por 40 euros puede comprarse una para dos personas. Por 25, una individual. Junto al inmenso barco se ha levantado un minicampamento de colores a través de todas las tiendas perfectamente ordenadas. Estos son dos ejemplos de cómo la llegada de los refugiados mueve también un mercado paralelo. Mientras que muchos locales intentan ayudar, otros también pretenden sacar tajada. Un hecho que puede constatarse cuando se comprueba el alza de determinados servicios, como algunos taxis. «La mayor parte de la gente quiere ayudarnos, pero también hay quien se aprovecha», dice Muhamed, refugiado afgano.

Algunos desalmados con vehículo fueron los primeros en darse cuenta de que los recién llegados huían del horror y estaban dispuestos a dejarse sus ahorros por el camino. Así que durante mucho tiempo vehículos particulares se desplazaban hasta el norte de la isla para recoger a los refugiados. Eso sí, previo pago de una cuantiosa suma, superior a los 50 euros que se puede llegar a negociar con un taxista para realizar los 70 kilómetros hasta la capital. La actuación de las autoridades, que persiguen a los conductores profesionales que llevan a asilados que no se han registrado, ha frenado esta tendencia.

El teléfono móvil es otro de los bienes más necesarios. Comprar una tarjeta SIM constituye una de las primeras tareas para todos los refugiados. Por eso, la tienda de una conocida multinacional está siempre a rebosar. Eso sí, formando dos filas. La primera, la de los asilados, es la que aguarda pacientemente a que la tienda se vacíe. La segunda, en realidad, es imaginaria, ya que los habitantes de Mytiline pueden entrar sin problemas. «En realidad, la llegada de los refugiados ha hecho que suba la economía», dice Costas, que atiende un mercado de souvenirs. Un hecho que no ha evitado pequeños brotes fascistas. A.P.