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Ruta hacia Europa: en los arcenes del kilómetro cero

A Abdallah ya se lo habían dicho nada más subirse al taxi compartido en Erbil: atravesar todos los puestos de control peshmerga del trayecto hasta Dohuk, a poco más de dos horas hacia el norte, era misión casi imposible para un árabe.


Hawkar, el conductor, hacía ya las labores de traductor del bagdadí en el checkpoint a la salida de la capital kurda. Solo llevaba dos viajeros (lo habitual son cuatro) y parecía empeñado en no dejarse ninguno por el camino. «Vengo a trabajar, no a robar, ni siquiera a quedarme. ¿Qué miedo pueden tener los kurdos de un viajante de electrodomésticos?», se quejaba el árabe tras las primeras complicaciones.

Como era de esperar, la escena se repite en Kalak, aunque aquí el ambiente siempre es más tenso. El desvío hacia la izquierda lleva directamente a Mosul. Tras veinte minutos de espera en el arcén seguimos nuestro camino. Hacia la derecha, por supuesto. Ha sido casi una hora para hacer 30 kilómetros, pero avanzamos. Además, Hawkar parece un hombre extremadamente paciente.

«Bagdad está cada día peor. Ya no es chiíes contra suníes, sino más bien todos contra todos», explica el tratante, refiriéndose al más reciente capítulo en el historial de violencia en Iraq. Es el que enfrenta a las milicias y al Ejército; al depuesto primer ministro Nuri al-Maliki con Haidar al-Abadi, el actual. Son todos chiíes y es que, aunque parezca lo contrario, las filias y las fobias en Oriente Medio son mucho más prosaicas que las dictadas por el recurrente discurso sectario.

Hawkar escucha el relato de Abdallah sin quitar la vista de la carretera mientras chasquea la lengua contra el paladar. Es su forma de transmitirle su solidaridad. «¿No nos puedes llevar contigo a Europa?», bromea, aunque sin descartar la posibilidad de que el que firma esta crónica pueda obrar un milagro que llegue en forma de visado. Siempre es así. «No es difícil», continúa. «Hoy por la mañana he visto que entrevistaban a varios kurdos de Iraq que acababan de llegar a Alemania».

Es cierto. Durante la última semana, Rudaw, el principal canal de televisión de Kurdistán Sur, ha llenado informativos con imágenes de compatriotas confortablemente instalados en albergues alemanes, duchados, e inmensamente aliviados tras una larga travesía. Es el tema principal de conversación en bazares y centros comerciales, casas de té y barberías. El segundo es el ISIS.

De momento, el Rubicón en la travesía de Abdallah va a ser el retén de Badre, una localidad que da acceso al macizo de piedra sobre el que descansa Dohuk. A menos de un kilómetro del puesto recogemos a un hombre de unos 30 años que camina por el arcén con una enorme mochila al hombro. Se llama Ahmed, es kurdo de Siria y también va a Dohuk. Está exhausto y enfadado.

«Llevo todo el día intentado llegar hasta Dohuk, pero me retienen en los checkpoint por mi pasaporte sirio. Soy kurdo, hablamos la misma lengua. No tienen derecho a tratarme como a un perro», espeta, empapado en sudor, justo antes de llegar al puesto de control de Badre. Allí, la reacción del guardia será la esperada: «Paren el coche en el arcén».

Entrando al barracón de uralita anexo, Hawkar exhibe su mejor sonrisa para presentarnos al oficial al mando: «Somos un kurdo de Iraq, otro de Siria, un árabe de Bagdad, y vamos todos a Europa, a casa del español». Bromea. Realmente podría ser un chiste, pero no lo es. «El árabe no puede pasar sin la autorización de Dohuk», explica el oficial. Tras la traducción al árabe de Hawkar, Abdallah despliega toda la documentación que ha presentado durante el trayecto: pasaporte, billete del vuelo Bagdad-Erbil con fecha de ayer, acreditación de su empresa y fotocopia del documento del Ministerio de Empleo iraquí que certifica su profesión. No es suficiente. Desesperado, Abdallah esgrime su catálogo para disipar sospechas: batidoras, licuadoras y otros pequeños e inofensivos electrodomésticos iraníes, «tan baratos como los chinos, pero mucho más fiables». Es inútil.

«Dile que lo siento, que no puedo dejar pasar a un árabe sin la autorización de la Policía de Dohuk». «Soy chií», responde Abdallah, esta vez sin esperar a la traducción de Hawkar. «El Daesh –acrónimo árabe para el ISIS– me mataría si me pusiera las manos encima». Inútil.

Abandonamos a Abdallah en el arcén. Ahora es el kurdo de Rojava, el que chasquea la lengua. Explica que llegó a Erbil hace cinco meses. Durante ese tiempo, dice, ha servido té, hecho camas, levantado muros de hormigón, e incluso llegó a cantar en dos bodas, pero no es lo suficientemente bueno. El trabajo empezó a escasear hace tres meses, cuando dejaron de llegar los sueldos de Bagdad a Erbil por diferencias entre ambos ejecutivos. Ante la difícil coyuntura, muchos kurdos del sur han desplazado a sus hermanos del oeste, de igual manera que estos hicieron con yezidíes huídos de Mosul, o Sinjar, a su llegada de Rojava. Sin ir más lejos, Hawkar conduce el taxi desde hace sólo dos meses. Antes era Policía en Dohuk.

Ahmed se despide desde el arcén camino del campo de refugiados de Domiz, el primero en levantarse para los refugiados sirios en Kurdistán Sur. Su hermano le espera allí para volver juntos a Derbesiye, su aldea natal.

«¿Estás seguro de que no me puedes llevar contigo a Europa?», vuelve a bromear el taxista, antes de despedirse de su último pasajero.