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«Naparra», verdad y/o justicia

Lo más desolador al abandonar Labrit el martes era la sensación de que José Miguel Etxeberria puede realmente estar enterrado ahí, ante nuestros ojos. El efecto del tiempo sobre el paisaje y la apatía institucional prolongan la agonía de la familia. Y también la falta de resortes efectivos para descubrir la verdad, a veces nada compatible con la justicia.


A pie de esa carretera perdida del interior de las Landas, ni el abogado de la familia, Iñigo Iruin, ni el forense Paco Etxeberria cuestionaban la fallida operación de búsqueda de los restos. El trabajo fue técnicamente irreprochable y jurídicamente ajustado a la comisión rogatoria de Madrid. Y sin embargo, el cuerpo bien pudiera estar ahí delante, «unos metros más allá», como dejó caer Iruin, o haberse desenterrado y cambiado de sitio algún día de estos 37 años, según dijo –ella sabrá si especulando o por alguna razón– la forense de la Gendarmería Anne Coulombeix. La desolación se agravaba con esa sensación de que quizás algún día, pronto o tarde, otra caravana de familiares, policías, forenses y periodistas deba regresar a Labrit a acabar la labor.

La impotencia, primera reacción lógica, tiene dos focos principales. Uno resulta insuperable: es el paso del tiempo, que ha alterado el paisaje de la zona y probablemente haya dejado viejas y confusas las pistas dadas por esta fuente anónima de las cloacas del Estado, que se basaban en características del terreno (carretera, puentes, árboles...) de 1980, no de 2017.

La segunda razón no es física, sino humana y política. Pese a lo impecable técnicamente de la intervención de Labrit, resulta evidente también que las autoridades francesas se limitaron de modo estricto a cumplir lo pedido desde Madrid. Como si no tuvieran una responsabilidad extra en una desaparición ocurrida en su territorio, y en el contexto de años de incesante guerra sucia ante la que París se lavó las manos como poco, y en un caso concreto que nunca se investigó (fueron voluntarios los que rastrearon Xantaco) y que fue declarado prescrito ya en 1992 aunque la ONU lo ha catalogado como desaparición forzada y por tanto imprescriptible hasta la aparición de los restos. El Estado francés tiene un deber moral y dispone de posibilidades técnicas para ello (¿qué le impediría, por ejemplo, peinar toda la zona con un georradar?).

Al sur del Bidasoa, la AN tiene en su mano mantener viva la investigación apurando las posibles diligencias. El Gobierno navarro ha reparado una injusticia histórica al reconocer como víctima a Etxeberria, pero quizás pueda hacer algo más por difundir el caso y buscar a este convecino. Y también Lakua tendría un papel, si como afirma quiere liderar la causa de la verdad del conflicto: de hecho, la Secretaría de Paz y Convivencia fue informada previamente de lo que iba a hacerse en Labrit, igual que su homóloga de Iruñea.

Habrá quien, ante este caso, se lave las manos con el argumento de que «hay 300 crímenes de ETA sin esclarecer». Pero no hay paralelismo posible. Las acciones violentas de esta parte están totalmente documentadas, se sabe qué pasó con extremo detalle (lo que no descubrieron las policías se arrancó en los calabozos), no hay víctimas desaparecidas. Quienes insisten en ello no demandan tanto la verdad sino un concepto de justicia rayano a menudo en venganza. La familia Etxeberria Álvarez, por contra, asume claramente que nunca habrá culpables por la muerte de José Miguel: su prioridad es más básica, saber qué hicieron con él.

La justicia se sitúa habitualmente como continuación de la verdad, en una secuencia que sigue por la reparación y acaba en la no-repetición. Pero a veces justicia y verdad son incompatibles. Lo saben en Sudáfrica, donde aquellas comisiones de la verdad auténticamente catárticas se basaron en exonerar de culpa judicial a todo aquel que acudiera a revelar qué violencia había cometido, contra quién, dónde, cómo... Quizás solo algo así destape algún día el misterio sobre «Naparra».