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Los días en que el franquismo fue más flexible que Rajoy

Tarradellas fue, sin duda alguna, el personaje histórico más mencionado ayer en Catalunya y España. En Madrid lo hicieron para denostar la figura de Puigdemont frente a la del expresident, obviando así que es Rajoy quien peor parado sale en comparación a Suárez.


A estas alturas no debe quedar nadie sobre la faz de la península ibérica que no se haya enterado de que ayer se cumplieron 40 años desde que el president de la Generalitat, tras un exilio de 39 años, regresó a Barcelona desde su modesto refugio de Saint-Martin-le-Bleau. Lo reivindicó hasta el primo hermano de una señora que conocía al secretario de un señor cuya excuñada una vez vio al president Josep Tarradellas por la calle.

Hace 40 años que se restituyó la Generalitat de Catalunya sin que ni siquiera hubiese arrancado la ponencia constitucional que concluiría con el texto aprobado por españoles –y catalanes– en 1978. Es decir, se restituyó un pedazo de legalidad catalana y republicana con la ley franquista vigente. El diálogo no se amoldó a la ley, como tanto reivindican ahora desde el unionismo, sino que ocurrió a la inversa. Y la decisión la tomó un presidente que venía, precisamente, del franquismo: Adolfo Suárez.

De Tarradellas ayer se reivindicaron el omnipresente seny –que el unionismo no es capaz ni de explicar qué es ni de pronunciar correctamente– y frases míticas como «en política se puede hacer de todo, excepto el ridículo». Todas ellas con la intención de contraponerlas al actual Puigdemont, a quien presentan como un loco a punto de llevar al abismo a Catalunya, incapaz de entender las lecciones del viejo Tarradellas. Y sin embargo, apenas nadie se animó a comparar las figuras de Rajoy y Suárez, pese a que la comparación parece a primera vista mucho más adecuada, porque más que de Tarradellas, un anciano que llevaba casi cuatro décadas sin pisar su país, la restauración de la Generalitat habla de la naturaleza de una Transición que supo ceder en algunos aspectos para retener el grueso de la naturaleza del Estado –que es precisamente la que aflora estos días–. Porque la «operación retorno» fue también, entre otras muchas cosas, una espectacular operación de Estado.

Un conejo en la chistera

El primer contacto indirecto entre Tarradellas y Suárez ocurrió en noviembre de 1976, cuando el primero recibió la visita del militar Andrés Cassinello, hombre de confianza de Suárez. La oferta del catalán quedó clara: Generalitat a cambio de reconocimiento del nuevo régimen. «El rey se afirma ante él como una realidad perdurable y el ejército como una necesidad de entendimiento pacífico», escribió Cassinello en su informe para el presidente español. El líder republicano se disponía a reconocer a la monarquía y al Ejército que lo llevó al exilio, pero Suárez, de momento, no movió un dedo.

Fue después de las primeras elecciones generales del 15 de junio de 1977 cuando todo cambió. En Catalunya, la coalición entre el PSC y el PSOE ganó por gran mayoría (28,4%), seguido del PSUC (18,2%) y por la candidatura de Jordi Pujol (16,8%). La UCD solo logró igualar los votos de Pujol. Es decir, socialistas y comunistas ganaron con un amplio margen las elecciones, en las que, además, fueron una mayoría espectacular las fuerzas que reclamaban un nuevo estatuto de autonomía –también las que, en aquel entonces, defendían el derecho a la autodeterminación, aunque su ejercicio no estuviese en el centro del debate político–.

«UCD demostró poco arraigo en Cataluña, los socialistas fueron mucho más votados, y Tarradellas comenzó a ser un claro objeto de deseo para Suárez». Las palabras no son de ningún crítico de la Transición, sino del periodista Fernando Ónega, que en el libro “Puedo prometer y prometo” (Plaza y Janés) retrata sus años de juventud como asesor del presidente del Gobierno español –la cita de Cassinello también viene de ahí–. Ónega describe el retorno de Tarradellas, que ocurrió solo cuatro meses después del susto electoral, como «uno de los más espectaculares ‘conejos’ que Suárez sacó de su chistera de presidente», así como «una de las gestiones más trabajadas, más arriesgadas y más mantenidas en secreto». Valga como indicativo del tamaño de la operación recordar que el primer viaje de Tarradellas a Madrid para entrevistarse con Suárez lo hizo en el avión personal del tolosarra Luis Olarra, magnate del acero durante el franquismo.

La jugada a Suárez le salió redonda, pese a las protestas militares –a las que dolió más restaurar la Generalitat que legalizar el PCE, según el mismo Ónega–. Suárez consolidó la restauración borbónica, en las siguientes elecciones catalanas la amenaza de la izquierda quedó conjurada y Pujol se hizo amo de la recuperada institución para casi un cuarto de siglo. El Gobierno español arriesgó algo, cedió un poco, adaptó la legalidad a las necesidades políticas y triunfó. ¿Se imaginan que Rajoy hubiese aceptado el pacto fiscal de Artur Mas en 2012? ¿O que hubiese aceptado entonces un referéndum que hubiese ganado fácilmente?