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Moisés anda suelto

Silvia tenía 18 años cuando se escapó de su casa en Iruñea con Moisés, un militar. Una locura de amor. «Solo tenía ojos para él». Desarraigada en Girona y sin nadie a quien acudir, comenzaron las palizas diarias. «Si te enseño las marcas en mi cuerpo te quedas ahí helado. Estoy quemada entera. Apagaba cigarrillos en todos los sitios».


Silvia fue al hospital día sí día también con la cara marcada y con el cuerpo reventado. La Policía le decía que le estaba pegando, pero la vergüenza y el «no quererlo ver» le impedían denunciar. Era tan sumisa a él que le daba igual todo. «Cuando me encontraba en lo viejo, por las calles de Girona me cogía de los pelos y arrancaba la moto de 49 y me arrastraba con las rodillas y todo. Yo llorando y llorando, pero nadie me ayudaba».

La violó innumerables veces. «Si él quería, era sí o sí». Moisés resultó ser un depravado sexual y un drogadicto. «Tenía que ir a buscarlo a los puticlubs, donde estaba borracho y drogado. Y cuando llegaba a casa, palizón y palizón».

Y nació Paula. Y los golpes siguieron. La nena vivió todo. «En la carretera de Olot me desnudó y me rompió una Xibeca, un botellín de cerveza, en la cabeza. Yo salí desnuda, sangrando, hacia la carretera a pedir ayuda. No pedía ayuda para mí, estaba convencida de que me iba a matar. Solo quería que salvaran a mi hija, que tendría tres años. ¿Tú crees que la gente paró? Se daban la vuelta. Nadie te ayuda, nadie. Es todo mentira».

Y nació Marc. Y al poco de nacer Marc, la Generalitat de Catalunya decidió retirarle la custodia de los hijos. «En lugar de ayudarme, me los quitaron», se queja ahora Silvia. Entiende que se los llevaron «para que me diera cuenta de que los estaba sometiendo a un peligro». Primero se los llevaron a un centro de menores y, luego, acabaron con la madre de Moisés, que siempre ha estado del lado del hijo. Y con ello, la pesadilla se agravó. Desde que le quitaron a los niños hasta que Silvia presentó la denuncia que envió a Moisés a la cárcel pasó un año.

Moisés ha pasado ocho años en la cárcel, salió en diciembre. «Íntegros los pagó por mí», dice su víctima. Primero le cayeron cinco. Pero la pena se amplió, porque no cesó en su acoso. Le llamó más de 200 veces desde las distintas cárceles en las que estuvo. Moisés era intratable también en prisión. Iba «quemando» módulos. Conforme la convivencia con otros reos se hacía intratable, lo movían a otro módulo y cuando los módulos se acababan lo cambiaban de cárcel. Pasó por tres centros distintos. «Fueron 200 llamadas y cada vez a peor. Y mensajes vejatorios. 'Silvia, ¿qué bragas llevas? Y cada cosa…».  Desde que Moisés anda suelto, Silvia ha perdido 15 kilos y está esquelética.

«No puedo salir a la calle. Donde vivo ahora me insultan, porque tengo a los forales todos los días en casa y me lo echan en cara. Me critican sin conocerme», comenta. Ha cambiado de domicilio en varias ocasiones, ya que Moisés siempre descubre donde vive. Pero llega un punto en el que ya no pueden escapar más. Su actual pareja fue despedido de la empresa en la que trabajaba y se reconvirtió como autónomo. La dirección de su negocio aparece en internet. Silvia tiene complicadísimo encontrar un empleo. A cada poco, Moisés se deshace de su pulsera o se queda sin batería. Ha roto seis ya. Le ponen multas, pero es insolvente. Silvia cree que trafica. Cada vez que se queda sin cobertura, su víctima recibe una llamada de aviso. «Reconozco que no actúo normal cuando me llaman, que me pueden los nervios», admite Silvia. Si la cosa no se reconduce, tiene que salir corriendo a por sus hijos. Moisés no tiene una orden de alejamiento de ellos. La mujer sostiene que no es fácil que un empresario entienda que tenga que abandonar su puesto. Pero Silvia asegura que solo Marc, el pequeño, la calma. Le mira los ojos cuando entra en pánico hasta bloquearse y le dice: «Mira, mamá, estoy aquí, tranquila». La Policía Foral llega unas dos o tres horas después, dependiendo de dónde se haya perdido la señal y el tiempo en que calculan que Moisés puede presentarse allí.

Carlos y Silvia llevan ahora una pequeña cerrajería. No es una metáfora, Silvia vende puertas acorazadas. «Así, por lo menos, cotiza», afirma Carlos, su marido desde hace ocho años. Recuperar los niños que se quedaron con la familia de Moisés les arruinó. «Nos costó entre 35.000 y 50.000 euros y un coche en viajes a Girona todos los meses». No siempre que llegaban hasta Girona podían ver a los niños, porque la familia de Moisés boicoteaba los encuentros. «Decían que se les pinchaba una rueda –continúa Carlos–. Se inventaban excusas de cualquier tipo para que no los pudiéramos ver y mentían también cuando Silvia llamaba por teléfono y pedía hablar con su hija». Al final, acabaron amenazando a la madre y la hermana de Moisés con llevarles a juicio. Gracias a ello, hubo una recuperación exprés de los menores.

Tras cuatro años a cargo de su abuela y su tía, se suponía que los niños iban a aclimatarse durante otros dos a su nueva vida con su madre. Pero todo se solucionó en cuatro meses. «Me los entregaron con un bañador, una camiseta y unas chancletas», rememora Silvia. Les habían dicho que se iban una semana con ella, no que era la entrega definitiva. «Ya les contaréis la verdad vosotros», les dijeron. Paula tenía 12 años. Estaba muy vinculada a sus amigas de allá y lo llevó mal. Un tiempo después, cuando su madre le enseñó las denuncias y las pruebas de quién era realmente su padre, la niña entendió.

«Mi cabeza está rota. Yo no puedo salir con mis amigas por ahí. Ni soñar ir a un centro comercial», prosigue relatando Silvia. Mientras lo hace, acaricia a un enorme mastín negro. «Una asociación está educando para mí un perro asistencial, mientras, tengo este. Con el nuevo perro podré subir a un transporte público y él podrá acompañarme siempre, como a los ciegos». Silvia piensa que en cualquier momento puede acercársele alguien por la espalda y matarla. El terror le ha calado tan adentro que ya no tiene miedo solo de Moisés. Cree que en la cárcel o fuera de ella ha podido contratar a alguien que pueda cumplir sus amenazas de muerte.

La obsesión de Moisés por Silvia y sus hijos le ha llevado a tatuarse los tres nombres en brazos y pecho. Ahora, la mayor también está siendo acosada por el monstruo. Le ha enviado mensajes en los que le dice que piensa en sus senos y que se masturba con ella. Tiene 17 años. La herida sicológica, el tener la policía detrás y los continuos cambios de casa han hecho mella en la menor que ha sido blanco de críticas entre compañeros en el colegio y el autobús. «Le han llamado gorda, le han pegado chicles. Tuve que cambiarle de centro», dice su madre.
    
Muchos, al saber de su historia, le han dicho a Silvia que «tiene un ángel» para haber podido sobrevivir a todo eso. «Uno no, una procesión he debido de tener para seguir viva». Un insensato sentimiento de culpa le martillea la cabeza. «No he hecho nada, solo me enamoré de una persona que no vi que era malo». Esta mujer de enormes ojos negros y 38 años dice que, de no ser por Carlos y de no ser por sus hijos, ya se habría suicidado. «No estoy loca, pero no sabes cómo es vivir durante 16 años con un hombre que no sabes cómo va a entrar por la puerta de casa. No sabes la de veces que he tenido que salir por el monte corriendo con mi niña en brazos para que no nos pillase». Silvia se inventaba cuentos que explicasen sus huidas nocturnas del monstruo. Ideó juegos en voz baja en los que regalaba a la niña dos caramelos si no les oía Moisés. Y aun habiendo luchado y sufrido tanto, la culpa no se le borra. «Te sientes culpable y la sociedad te humilla más», asegura.
 
La madre de Moisés, aquella mujer a la que se entregó la custodia de sus dos hijos, también la acosa. Silvia para un momento el relato para sacar el móvil. Muestra una serie de mensajes que le manda su exsuegra a través del Facebook insultándola y son recientes. En lugar de foto de la mujer, aparece un emoticono sonriente, que hace que todo tenga un punto ridículo. «Eso lo ha puesto Carlos –se disculpa Silvia–. Lo hizo para quitarle hierro».

Silvia cuenta que Moisés tenía relaciones sexuales con su madre. «Cuando yo le daba el pecho a Paula eso a él le ponía. Entonces tenía relaciones con ella». A veces le obligaba a estar presente. También lo hacía para demostrar su hombría contratando prostitutas. «Quédate para que veas cómo me follo a las cinco», le ordenaba. Es un auténtico obseso. Además de los nombres de sus hijos y de Silvia, compañeros de cárcel tatuaron a Moisés tres lágrimas negras bajo un ojo y un enorme pene en un lado de la cabeza.

El lunes, mientras todos los periodistas seguían el juicio a por la violación en sanfermines, Silvia tenía un nuevo juicio contra Moisés. Tiene prohibido ponerse en contacto con ella, pero le había llamado y enviado mensajes más de cien veces. El abogado del maltratador defendía que llamaba a su hija, con quien no tiene una orden de alejamiento. El fiscal lo desmontó pronto. Las llamadas se realizaban a las tres o las seis de la mañana, probablemente cuando estaba borracho o drogado. Moisés debió ponerse como loco a través de la videoconferencia. Tuvieron que bajar la voz del televisor para que no se le escuchase dar voces, porque no callaba. Con suerte, le caerán otros nueve meses de cárcel. Silvia dormirá un poquito otra vez. Ningún periodista se interesó por ese juicio. Las víctimas de violencia de género solo son noticia cuando mueren.