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Las virtudes (y los límites) de azuzar el avispero


Puigdemont sometió ayer a los aparatos del Estado a un test de estrés que dejó desconcertados incluso a muchos de sus propios seguidores. Pese a las amenazas emitidas por la Fiscalía, se plantó en Dinamarca, un país cuidadosamente escogido en el que el proceso independentista ha despertado ciertas simpatías, gracias en buena medida a la labor de diplomacia pública desarrollada por el Diplocat durante años. Azuzó un poco el avispero, pero nadie le mordió.

De hecho, provocó un esperpéntico auto por parte del juez Pablo Llarena. En el escrito con el que rechazó emitir una nueva euroorden el magistrado vino a delatar que la urgencia del Estado, ahora mismo, no es tanto la detención de Puigdemont sino evitar que sea investido de nuevo como president. Así ha quedado escrito en un auto judicial.

Fuera cierta o no la elucubración de Llarena –defiende que Puigdemont quería provocar su detención para justificar su ausencia y facilitar al Parlament una investidura por delegación–, el viaje del ya oficialmente candidato a president logró romper la imagen de un Puigdemont paralizado en el exilio belga y vuelve a situar el lugar de la excepción en el Estado español. Es decir, si el president no podía moverse de Bruselas porque en cualquier otro sitio podía ser detenido, la singularidad residía en Bélgica, pero si puede moverse libremente por otros países sin riesgo a ser arrestado, la excepción se sitúa en el Estado, único lugar en el que sería detenido por unos delitos inverosímiles en la mayoría de países.

Y a ello se suma la resonancia de sus movimientos. Ayer las ediciones digitales de las grandes cabeceras europeas volvían a poner a Catalunya entre sus principales titulares, confirmando el tirón de Puigdemont y su valía como abrelatas en la esfera internacional.

Hasta aquí las virtudes del último movimiento de un político peculiar, a contracorriente, que ya ha demostrado su capacidad de sacudir el escenario, forzar al adversario a realizar movimientos que no quiere realizar, salir de su zona de confort y arriesgarse; atributos excepcionales en tiempos de abotargamiento político. El contraste con Rajoy, que ayer se quedó encerrado en un vagón durante la catastrófica inauguración del TAV entre València y Castelló, no puede ser más elocuente.

La jugada de Puigdemont, por tanto, es útil de cara a su posicionamiento para el pleno de investidura de finales de mes, pero conviene no dejarse llevar por la emoción, ya que no resuelve las principales incógnitas que lo envuelven: en primer lugar, el modo en que se producirá esa investidura, y en segundo lugar –y más importante–, hacia qué tipo de legislatura se encamina Catalunya. El independentismo no se ha tomado todavía el tiempo necesario para asimilar todo lo que (le) ha ocurrido desde el referéndum del 1 de octubre, y han pasado ya casi cuatro meses, por lo que los hechos a analizar e interpretar se van acumulando en el rincón de las tareas por hacer. Sin ese análisis será imposible diseñar una nueva hoja de ruta, una estrategia compartida indispensable para salir del bache.

Junts per Catalunya ha priorizado por encima de cualquier otra cuestión la reelección de Puigdemont como president; fue la fuerza más votada en el seno del independentismo, por lo que está en disposición de reclamarlo. Por su parte, ERC no ha verbalizado –pese a los amagos– una alternativa clara, por lo que a día de hoy no parece haber más opción que intentar resolver la compleja investidura. No será sencillo, pero al independentismo le urge hacerlo a toda velocidad, porque lo que viene después es aún más complicado. Y no se logrará solo azuzando el avispero.